UN HECHO REAL
Debo
comenzar este artículo diciendo que el hecho que narro es verídico y sucedió en
nuestro país.
Debo,
también, afirmar que el hecho no sucedió ni en Mercedes ni en Salto para evitar
que, algún lector, se ponga a intentar suponer de quién hablo.
No
sabría decir muy bien cuál es la verdadera protagonista del relato pero,
supongo, es a quien me voy a referir como “la paciente”.
“La
paciente” es una persona mayor con algunos problemas de salud.
Un
día experimentó la necesidad de hacerse ver por un técnico debido a que tenía
problemas de visión.
El
día y la hora señalada se presentó ante una oculista para plantear su
dificultad visual.
Le
hicieron comenzar a nombrar las letras que se veían en un cartel. Sin duda esos
típicos carteles de cualquier consultorio de oculista.
En
un determinado momento la oculista le manifiesta: “Señora, usted no necesita
lentes lo que usted tiene es un tumor en el cerebro”
“Tumor”
y para la paciente fue decirle que tenía cáncer en el cerebro.
Ya
no escuchó más nada y sin pronunciar palabra alguna tomó la hoja donde se le
daba el pase a un neurólogo.
Su
familia se había ofrecido a acompañarle a la consulta pero ella se negó debido
a que era, simplemente, la visita al oculista.
Nunca
esperó recibir tal diagnóstico ni salir de la consulta inmersa en una nube que
le aplastaba puesto que pesaba sobre ella.
Caminó
muchos kilómetros para volver a su casa y los hizo bañada en lágrimas y una
terrible sensación oprimiéndole el corazón.
Llegó
a su casa casi sin poder encontrar las palabras para explicar el diagnóstico
recibido.
Tampoco,
durante el trayecto de retorno, se preguntó cómo aquella mujer le había podido
diagnosticar un tumor cerebral simplemente mirándole leer las letras de un
cartel.
La
sensación de angustia que se había instalado en ella iba mucho más allá que
toda lógica.
Durante
muchos días no sabía hacer otra cosa que llorar. La atención del neurólogo
requería de un tiempo de espera y ella lo vivió con una profunda angustia.
No
salía de su casa, apenas hablaba, no podía conciliar el sueño. Solamente
lloraba y escuchaba una y mil veces a aquella voz que le decía: “Tiene un tumor
en el cerebro”
No
podía evitar llenarse de pensamientos nefastos. Todo era de un gris cada vez
más oscuro.
Llegó
el día de la consulta con el neurólogo. Allí fue acompañada puesto que no se
animaba a ir en solitario.
Gracias
a algunos contactos pudo tener en resultado de la tomografía en un plazo muy
breve y esperó con angustia el tiempo señalado.
Cuando
recibió el resultado no se animaba a escuchar lo que la tomografía estaba
indicando.
Su
cerebro estaba bien y no existía rastro alguno del tumor diagnosticado.
Allí
también se puso a llorar pero sus lágrimas ya no eran de angustia sino de
indecible felicidad.
Había
pasado mucho tiempo llorando y ahora continuaba haciéndolo. Le costaban las
palabras puesto que no podía pronunciarlas debido a esas dichosas lágrimas que
le impedían formularlas.
Hasta
aquí el relato. Son muchas las preguntas que brotan y mucha la indignación por
los muchos días de angustia que “la paciente” debió soportar.
¿Cómo
poder recuperar todos esos días de angustia y lágrimas por un diagnóstico como
el recibido de la oculista?
Por favor, no trate de intentar suponer a
quién me refiero en este relato puesto que es un hecho no sucedido ni en Salto
ni en Mercedes aunque, sí, es real.
Padre
Martin Ponce de León. SDB