RECONCILIACIÓN
La
Iglesia ha querido cambiar su nombre. Antes era la “Confesión” y, ahora, es la
“Reconciliación”. Este cambio desea responder a un cambio de actitud ante el
mismo sacramento.
Pero,
creo, ese cambio se ha limitado al nombre únicamente.
El
ejercicio de la reconciliación (como cura) nos permite saber lo mucho que hay
que trabajar en este tema.
“Yo
no tengo pecados, pero mi vecina….” Y viene una prolongada diatriba contra las
actitudes de su vecina.
“Mi
hijo está en la droga y vengo a que me ayude pues no sé cómo tratarlo” Y vienen
los relatos de los diversos malos ratos que debe compartir con su hijo.
La
confesión y la reconciliación no son instancias de consulta, muchas veces, de
índole sicológica.
La
confesión era tomar “nuestra basura” y dejarla para retirarla de nosotros.
La
reconciliación es sabernos en un proceso de conversión y ella es un instrumento
de dicho proceso.
Cada
uno de nosotros somos una mezcla de cualidades y defectos. Esas cualidades son
las que nos han de ayudar, en la medida las potenciemos, a superar nuestros
defectos.
Ellos
son parte de nosotros y nunca habrán de dejar de estar en nosotros. Podemos
resignarnos y asumir que son trozos de nosotros o podemos intentar potenciar
nuestras cualidades para hacer que, los defectos, incidan menos en nosotros.
Reconciliarnos
es parte de un proceso de cambio personal.
Allí,
por sobre todas las cosas, debemos mirar hacia adelante y asumir un compromiso
concreto y realista.
No
necesitamos revolver nuestra miseria para reconciliarnos ni pretender cambios
radicales en lo que hace a nuestra transformación personal.
Debemos
ser muy realistas y, por lo tanto, asumir y compromiso concreto y realizable.
Debemos
asumir una tarea de pequeños pasos posibles que nos ayuden a cambiar eso que
entendemos es necesario.
Para
reconciliarme puedo acudir a un cura que no conozca y puedo hablarle con
tranquilidad de mis defectos. Puedo acudir a un cura que conozco para hablarle
con confianza de lo que me toca vivir.
Esto
es una cuestión muy personal y respetable cada una de las posturas. No existe
una fórmula que me diga cuál es la mejor de las dos posibilidades.
Cualquiera
de las dos opciones me ofrece la garantía de que el cura no manejará, de
ninguna manera, lo manifestado.
También
acudiré al sacramento con la tranquilidad de que el cura no debe hurgar en mi
interior para profundizar o pretender saber más de lo que se le manifiesta.
Siempre
digo que el cura es el “tubo del teléfono” con el que me pongo en contacto con
Dios y al que le solicito el perdón.
Se
supone que el cura al que le relato mi proceso de reconciliación es un alguien
con sentido común y me escucha. Si manifiesto mi deseo de ser más paciente con
una determinada persona no solamente estoy manifestando mi deseo de cambio sino
que, también, estoy manifestando el que no le tengo paciencia y ese es mi
pecado que deseo cambiar.
La
“reconciliación” es mucho más exigente que la “confesión” puesto que el acento
está puesto en una tarea concreta de cambio que deseo emprender.
Siempre
se ha hablado del “propósito de enmienda” pero en la “confesión” dicho
propósito quedaba casi que en segundo plano frente a la manifestación de los
errores.
El
la “reconciliación” dicho propósito adquiere un lugar preponderante y casi
exclusivo ya que los errores van allí expresados.
Creo
que hay mucho camino por transitar puesto que, me parece, nos cuesta cambiar en
la celebración de un sacramento que está desvalorizado en el hoy.
Padre
Martin Ponce de Leon SDB