VEINTICINCO AÑOS

 

No era una fecha más. Cumplía veinticinco años de Obispo de la diócesis.

Puede parecer poco tiempo pero, sin duda, es mucho tiempo de disponibilidad para con la realidad diocesana.

Mucho tiempo de encuentros, celebraciones y reuniones.

Mucho tiempo para conocer y acompañar, para transitar caminos y compartir momentos.

Más que un deber era una necesidad acompañarle en la celebración de la eucaristía.

Todo era  extraño.

Llegar y la reja de la catedral cerrada. Había que tocar timbre por calle Artigas para poder ingresar.

Saludar sin estrechar ninguna mano. Conversar conservando determinada distancia.

Mucho más extraño resultaba ingresar al templo y encontrarse con, solamente, el lugar donde se encuentra el altar con luces encendidas. Todo el resto del templo se encontraba a oscuras.

Era inútil cualquier iluminación puesto que solamente había bancos vacíos.

Sabía que la eucaristía era transmitida por radio y facebook pero igualmente resultaba raro su “El Señor esté con ustedes” mirando al templo vacío.

Sé que no es una cuestión de merecimientos sino producto de una situación no deseada por nadie. Pero no se merecía tal cosa.

Sus veinticinco años han estado al servicio de los demás y, paradójicamente, debe celebrar la eucaristía sin ellos.

Siempre ha buscado ser cercano y debía celebrar alejado de todos.

Siempre ha intentado vivir en clave de sencillez y, ahora, debía celebrar utilizando la tecnología.

Uno puede haberlo visto haciendo compras o caminando las calles de la ciudad y ahora se le podía ver, únicamente, desde algún instrumento tecnológico.

Parecía como que la realidad del momento se había empeñado en ir contra de su celebración.

El coro entonaba diversas canciones y las mismas surgían desde un CD.

Nada podía hacer saber de la gente que le podía estar acompañando en una celebración que le hubiese gustado estar acompañado físicamente por diversos fieles de la diócesis.

Obvio que no hubo procesión de ofrendas. No había quien las acercase al altar y la ofrenda era, sin duda, la vida episcopal de quien se encontraba en el altar presidiendo la eucaristía.

No podía haber otra ofrenda y el gracias era un algo que brota del corazón y no precisa ser acercado al altar por cualquier mano.

La eucaristía continuaba y no había quien abriese la puerta ingresando tarde. La soledad había llegado temprano y se encontraba instalada en el templo.

Quería imaginar diversos rostros que le estarían, sin duda, acompañando pero los mismos no se veían en el templo a oscuras.

Llegó el momento de la comunión y todo fue un instante de unión espiritual con todos esos que con gusto se habría acercado a recibir a Jesús. Mi mente supone lo mucho que le hubiese gustado hacer realidad lo que ha intentado vivir durante estos sus veinticinco años de Obispo: compartir a Jesús.

Con errores y aciertos (por más Obispo que sea no deja de ser humano) intentó compartir a Jesús con todos los cristianos de la diócesis. Ahora debía limitarse a una comunión espiritual.

Sin duda fue una celebración extraña.

El “Nos podemos ir en paz” sonó a “Quédense en paz” puesto que para la mayoría la “ida” era apretar un botón para desconectarse.

Era continuar con una cuarentena donde el quedarse en casa va haciéndose más y más notorio y elocuente.

Era continuar con una oración que se ha vuelto encierro voluntario y necesario.

No era una fecha más. Era una fecha significativa y, por ello, una celebración especial porque a contramano de sus veinticinco años.

 

 Padre Martin Ponce de Leon SDB