CADA DÍA SU AFÁN

 

EL CORONAVIRUS Y EL MAL

 

El mundo no es sólo un “valle de lágrimas”, pero es díficil ignorar  los lamentos que  se oyen  en este valle. Por muy ciego e idealista que pretenda ser, nadie puede tratar de desconocer el panorama de dolor y de llanto que se extiende en torno a él.

No puede consolarnos considerar el mal como la mera ausencia de bien. Es verdad que percibimos muchas clases de males, porque creemos que hay muchas clases de bienes. Pero a todas horas percibimos males intermedios que nos dificultan el alcance de nuestras metas intermedias y un “mal” definitivo que nos apartaría de nuestra realización definitiva. En realidad, solo el bien supremo es la consecución de la felicidad.

Aristóteles nos ha transmitido el texto de una inscripción que se encontraba en los propíleos del templo de Leto en Delos: “Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor es la salud; pero lo más agradable es lograr lo que uno ama”.

Hay un mal del que huimos cuando vemos que nos inmoviliza o nos avisa de que estamos perdiendo la salud. Para remedio de esos males acudimos al médico y a los fármacos, si los hay.

Hay otros males que identificamos con las injusticias que nos toca padecer. Para ponerles remedio, acudimos a veces a la policía o a los jueces.

Pero aquella antigua inscripción aludía ya a otros males más sutiles que, en el fondo se reducen a perder esa felicidad que buscamos en el amor. Para poner remedio a esos males, no existen profesionales a nuestro alrededor.

Hay males que se nos imponen, contra nuestra voluntad. Nos recuerdan nuestra finitud y nos colocan al borde de la fatalidad. Pero hay otros males que se deben a nuestras propias decisiones, interesadas o frívolas. Se atribuye a Terencio un proverbio lleno de sabiduría que reza: “Cuando se puede evitar un mal, es necedad admitirlo”.

Por otra parte, el mal, como el bien, suceden en el arco de la temporalidad. Nos resultan más “humanos” cuando podemos tomarnos el tiempo para elaborarlos al ritmo vital de nuestros proyectos y nuestros logros. El mal, cuando es imprevisto, nos descontrola y nos turba. Todo lo que consideramos un mal, se hace más grave si sobreviene repentinamente, advertía ya Cicerón.

Claro que, con frecuencia, la previsión anticipada del dolor o de la desgracia nos hace sufrir en el presente y limitará nuestras capacidades más vitales. Así lo escribía Lope de Vega: “El mal que presto se sabe /más presto llega a ser mal”.

Para un creyente, la reflexión sobre un mal como el coronavirus, y sobre los males que lo han precedido y acompañado, siempre ha de terminar en la cruz. Jesús es el Justo injustamente ajusticiado. Ante el mal previsto y los males sobrevenidos, él alza la vista a los cielos y ora: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Estos días de la Semana Santa tendremos que ver hacia dónde dirigimos la mirada.

José-Román Flecha Andrés