Miedo al pecado
P. Fernando Pascual
2-5-2020
Tenemos muchos miedos: miedo a
la enfermedad, a la traición de un conocido, a las crisis económicas, a las
deudas, a la tristeza, a los daños en la convivencia que produce un mal
gobierno.
Entre los miedos, uno tiene un
peso particular: el miedo al pecado. No porque el pecado sea físicamente dañino
(que puede serlo), sino por algo más profundo y radical.
El miedo al pecado surge
cuando reconocemos su gravedad: nos aparta de Dios, daña las relaciones con los
hermanos, destruye nuestra armonía interior, pone en peligro la propia
salvación eterna.
El “Catecismo de la Iglesia
Católica” (n. 1849) define así el pecado: “El pecado es una falta contra la
razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con
Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes.
Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana”.
Así, el pecado es dañar
nuestro propio ser, herir lo que nos caracteriza como humanos: la apertura al
amor, la posibilidad de orientar nuestra mente y nuestra voluntad al bien, la
belleza, la justicia.
Por eso tememos el pecado. Es
un daño radical, es una destrucción maligna, es fuente de numerosos conflictos
interiores, familiares, sociales. Es, sobre todo, un alejamiento de Dios, que
es nuestro Padre y el fin de nuestra existencia.
El miedo al pecado puede
ayudarnos a dejarlo a un lado, a superar tentaciones insidiosas, a evitar
aquellas ocasiones (lugares, páginas de Internet, lecturas, relaciones
peligrosas) que facilitan la caída.
Cuando el pecado ha entrado en
nuestro corazón, podemos hacer un acto de dolor perfecto (acto de contrición),
basado en el amor, con el propósito de confesarnos cuanto antes, para que Dios
vuelva a ser el centro de nuestras almas.
Leemos en la Primera Carta de
San Pedro: “conducíos con temor durante el tiempo de vuestro destierro,
sabiendo que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros
padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de
cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo” (1Pe 1,17‑19).
Solo cuando nuestro amor sea
más fuerte que el pecado, ya no será necesaria la ayuda del temor, porque
nuestro corazón habrá encontrado lo mejor para dirigir nuestras decisiones:
“No hay temor en el amor; sino
que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien
teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque Él nos amó
primero” (1Jn 4,18‑19).