CADA DÍA SU AFAN
SOBRE LA
DEVOCIÓN A MARÍA
En este mes dedicado a venerar a la Virgen María, es
oportuno recordar que el día 13 de mayo de 1967, el papa san Pablo VI publicó
la exhortación apostólica
“Signum magnum”, sobre el culto que ha de tributarse
a la Virgen María. A ella puede aplicarse esa “señal grande” que el autor del Apocalipsis vio en los
cielos. El Papa alude brevemente al título de Madre con el que la invocamos
habitualmente.
• María es la madre biológica de Jesús, que es verdadero
hombre y verdadero Dios. Por tanto, con razón se la puede llamar la “Theotókos”, es decir la Madre de Dios. Con qué entusiasmo
de alegría filial y de antorchas encendidas recibieron los fieles de Éfeso a
los padres conciliares que proponían aquella fórmula de fe.
• Ahora bien, la Madre de Dios es también la Madre de
la Iglesia. Así la proclamó el mismo papa Pablo VI el día 21 de noviembre de
1964, en que, en el Concilio Vaticano II, se aprobaba la constitución sobre la
Iglesia. Y ese título ya asumido desde siempre habría de ser celebrado con
afecto y gratitud por el pueblo de Dios.
• Como de pasada, el Papa se refiere a María como
Madre de toda la humanidad. Los católicos somos apenas una sexta parte de la
humanidad y muchos habitantes de la
tierra ni siquiera han oído hablar de María de Nazaret. Pero ella es la Madre
de aquel que se reveló como el camino, la verdad y la vida y es el modelo y
paradigma del ser humano.
Tras esta
alusión a la triple maternidad de María, Pablo VI se refería al culto que se
debe a María, Madre de la Iglesia. Ella
recibió a la humanidad, representada por el discípulo amado, al pie de la cruz
de Jesús. Y ella continúa cooperando en el nacimiento y en el desarrollo
de la vida divina en el alma de los redimidos.
Coopera con su intercesión por los que recorremos como
ella la peregrinación de la fe. Por eso, ya desde los primeros siglos, la invocamos con
esta antigua antífona: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios: no
desprecies nuestras súplicas en las
necesidades, más líbranos siempre de todos los
peligros, oh Virgen gloriosa y bendita”.
Ahora bien, esta maternal intercesión
de María en nada oscurece la identidad y la
misión insustituible de Cristo, nuestro Salvador. Por
el contrario, la intercesión de María saca de
la mediación de Cristo su propia fuerza y es
una prueba luminosa de la misma. María es la fiel imagen de él, que es el
modelo divino y humano.
Tras recordar los pasos de la vida de María, Pablo VI,
nos invitaba a revisar nuestras devociones. En efecto, “la verdadera devoción
no consiste ni en un estéril y transitorio
sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe
verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos
inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación
de sus virtudes”.
Es cierto que estamos llamados a imitar a Jesucristo. Pero sabemos que “la imitación
de la Virgen María, lejos de apartar a las
almas del fiel seguimiento de Cristo, lo hace más
amable y más fácil”.
Es verdadero el lema que reza: “A Jesús por María”.
El Papa recuerda una célebre frase de San Agustín: “María fue más feliz
al recibir la fe en Cristo que al concebir la carne de Cristo”. Ella nos indica
el camino de la fe. Ella permanece unida
al misterio del Cuerpo Místico de Jesucristo,
que es el mismo ayer y hoy y siempre.
José-Román Flecha Andrés