La cobardía que nace del miedo
P. Fernando Pascual
6-6-2020
Seguramente un estudio sobre
los criterios éticos de pueblos de diferentes lugares, del pasado y del
presente, mostraría una condena muy generalizada contra la cobardía.
A pesar de una condena tan
universal, la cobardía se ha dado y se da, por motivos muy variados. Uno,
fácilmente visible, consiste en el deseo de conservar la propia vida y los
propios bienes, y así ceder ante la amenaza de algún tirano poderoso o de un
delincuente agresivo.
Otro motivo, también bastante
fácil de señalar, surge desde el anhelo de ascender, de ganar en
reconocimientos, de “trepar” en el puesto de trabajo o en cargos públicos.
El motivo común a tantas
cobardías suele encontrarse en el miedo: miedo a perder, miedo a sufrir, miedo
a crearse problemas, miedo a enfrentarse a los prepotentes, miedo a quedar mal,
miedo a quedarse atrás.
Por miedo, muchos se someten a
leyes injustas en lugares donde la policía está totalmente al servicio de
gobiernos con actitudes despóticas, y donde los jueces también han cedido al
miedo ante los tiranos de turno.
Por miedo, muchos no dicen lo
que piensan ni siquiera en familia o entre amigos, para no quedar mal, para
evitarse represalias, para sobrevivir en el rebaño.
Por miedo a enfermarse, hay
quienes dejan sus deberes para con los necesitados, incluso a costa de dañar el
buen funcionamiento de la sociedad en aspectos básicos.
Por miedo a los ataques de
periodistas sin escrúpulos o de enjambres de comentaristas anónimos y bien
organizados, hay quienes ocultan sus convicciones religiosas o éticas, para no
ser tachados de “ultraderechistas”, “fascistas”, “retrógrados” y otros
adjetivos agresivos y llenos de odio.
La lista de miedos que
paralizan a miles de seres humanos y llevan a la cobardía es mucho más larga:
basta con pensar en la cobardía de soldados que ven avanzar hacia ellos un
ejército que parece mejor armado y más valeroso.
Pero muchas cobardías dañan,
hieren, destruyen profundamente a quienes sucumben a ellas, al obrar no según
lo que consideran como bueno y justo, sino simplemente según el deseo de huir
de problemas y conservar una vida más o menos tranquila.
Por más extendida que esté, la
cobardía sigue siendo condenada por la ética de casi todos los pueblos. Porque
un cobarde falla como hombre, como miembro de una familia, como parte de una
sociedad (tribu o Estado).
La misma Biblia tiene palabras
duras contra los cobardes, que aparecen, por ejemplo, en una enumeración de
quienes recibirán un castigo severo: “Pero los cobardes, los incrédulos, los
abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos
los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre: que es
la muerte segunda” (Ap 21,8).
En cambio, quien confía en
Dios, quien ha logrado controlar sus miedos, quien tiene clara su meta y está
dispuesto a sacrificarlo todo por un bien más grande, supera la cobardía y
entra a formar parte de los valientes, los luchadores, los que defienden la justicia
en el mundo y “arrebatan” el Reino de los cielos... (cf. Sal 31,25; Mt
11,12; 1Cor 16,13).