Enfados dañinos
P. Fernando Pascual
6-6-2020
Se puede hablar mucho sobre
los enfados: sobre sus causas y efectos, sobre su sentido e importancia, sobre
sus remedios, sobre cómo distinguir si son justificados o no.
También se puede hablar de los
daños que producen ciertos enfados: daños en uno mismo, en familiares y amigos,
en la sociedad.
El enfado puede dañarme a mí:
cuando altera mis nervios, enrarece mi digestión, me lleva a dificultades a la
hora de dormir, distorsiona mi manera de pensar.
El enfado puede dañar las
relaciones: genera tensión en la casa o el trabajo, provoca desconfianzas,
suscita deseos de venganza, lleva incluso a agresiones verbales o físicas.
El enfado también puede dañar
a la sociedad, en formas más o menos violentas de protestas en las que muchas
veces sufren quienes no tienen culpa alguna.
Ante esos y otros posibles
daños provocados por el enfado, es necesario preguntarse: ¿tiene sentido
enfadarme por esto? ¿Consigo algún beneficio o provoco perjuicios absurdos en
mí y en otros?
Es cierto que existen
ocasiones en las que hay que reaccionar con una especie de “enfado” aceptable,
por ejemplo, cuando hay que contrastar agresiones o injusticias que merecen ser
denunciadas con firmeza.
Pero en otras ocasiones el
enfado no arregla nada y provoca daños que generan mayores dificultades. Es
entonces cuando vale la pena evitar enfados dañinos y buscar otras maneras de
afrontar la situación.
En la vida de cada uno se
conjugan momentos hermosos y momentos difíciles, caricias y traiciones,
triunfos y derrotas. A lo largo del camino, hay que saber encajar los golpes
para no sucumbir a la amargura y para evitar enfados dañinos.
Sobre todo, hay que saber
reaccionar ante ciertos males con esa prudencia sana y esa caridad valiente que
permite, desde la ayuda de Dios, tener la fuerza necesaria para “vencer el mal
con el bien” (cf. Rm 12,21).