COMENTARIOS AL
EVANGELIO DE SAN MATEO
CAPÍTULO SEGUNDO: 2
Padre Arnaldo
Bazán
"En oyéndolo, el rey Herodes se sobresaltó y con él toda
Jerusalén. Convocó a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, y por
ellos se estuvo informando del lugar donde había de nacer el Cristo"
(2,3-4).
Herodes era rey de los judíos, pero él no era judío, sino
idumeo. Los judíos lo detestaban, pues en realidad no era más que un
representante del Imperio Romano. Cierto que para condescender con los judíos
había hecho reconstruir el Templo, pero su forma de proceder era despótica y
cruel.
El tenía que
saber que los judíos esperaban a un Mesías. En aquellos tiempos la expectación
del Mesías o Ungido de Dios estaba dirigida a esperar que un caudillo político,
un rey al estilo de David, liberara por fin al pueblo de la situación de
vasallaje en la que se encontraba.
El sobresalto de Herodes se debió, sobre todo, a que si el
Mesías había llegado, y sería un rey, el destronado sería él, por lo que tenía
que apresurarse en hacer desaparecer al recién nacido que aquellos magos
andaban buscando.
Por otro lado, aunque es difícil suponer que todo el pueblo
se enterara de la llegada de aquellos desconocidos, sabemos que las noticias se
esparcen rápidamente como reguero de pólvora, y la gente, al pensar en la
posibilidad de un enfrentamiento con Herodes, tenía que temer una reacción
terrible de su parte, pues la gente conocía muy bien de que era capaz aquel
reyezuelo impuesto por la fuerza, ya que había dado muerte a mucha gente, entre
ellos a su propia mujer Marianme y a uno de sus
hijos, por creerlos sospe-chosos de complotar contra
él.
Por su parte, Herodes, sabiendo el peligro que corría su
dinastía, si era verdad que el Mesías le quitaría el trono, comenzó por
averiguar lo que se sabía del tal personaje. Y ¿quién mejor que los Sumos
Sacerdotes y los doctores de la Ley para informarle?
Esa fue la razón de la convocatoria, pretextando de que se trataba de dar respuesta a los curiosos visitantes
que habían llegado de improviso a Jerusalén.
Con todo, no había que ser Sumo Sacerdote, ni escriba, ni
doctor para responder su pregunta. Los judíos, aún aquella mayoría de ellos que
no sabían leer, conocía las Escrituras. Y este dato,
sobre todo, les ata˜ía directamente, pues estaba en
el corazón de cada judío esa espera mesiánica que habían despertado en ellos
los profetas del pasado. Todo apuntaba a un peque˜o
villorrio de unas cuantas casas, famoso sólo porque allí había nacido el gran
rey David.
Arnaldo Bazán