31 de Julio: SAN IGNACIO DE LOYOLA
Padre Arnaldo Bazan
San Ignacio nació probablemente, en 1491, en el
castillo de Loyola en Azpeitia, población de
Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas
y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina
Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en
el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble
pareja. Íñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve
carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de
cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona.
Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.
Los franceses no abusaron de la victoria y
enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los
huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos
nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente
ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como
consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los
médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San
Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró
varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía
una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia
y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso
que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una
queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo
permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales
métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.
Con el objeto de distraerse durante la
convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de
caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo
único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un
volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero
poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicados a la
lectura. Y se decía: "Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que
yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron". Inflamado por el fervor,
se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como
hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes,
pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus
pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los
santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios
podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello
permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que
procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los
pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino
amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por
hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.
Le visita la Virgen; purificación en Manresa
Una noche, se le apareció la Madre de Dios,
rodeada de luz y llevando en los brazos a Su Hijo. La visión consoló
profundamente a Ignacio. Al terminar la convalecencia, hizo una peregrinación
al santuario de Nuestra Señora de Montserrat, donde determinó llevar vida de
penitente. Su propósito era llegar a Tierra Santa y para ello debía embarcarse
en Barcelona que está muy cerca de Montserrat. La ciudad se encontraba cerrada
por miedo a la peste que azotaba la región. Así tuvo que esperar en el
pueblecito de Manresa, no lejos de Barcelona y a tres leguas de Montserrat. El
Señor tenía otros designios más urgentes para Ignacio en ese momento de su
vida. Lo quería llevar a la profundidad de la entrega en oración y total
pobreza. Se hospedó ahí, unas veces en el convento de los dominicos y otras en
un hospicio de pobres. Para orar y hacer penitencia, se retiraba a una cueva de
los alrededores. Así vivió durante casi un año.
"A fin de imitar a Cristo nuestro Señor y
asemejarme a El, de verdad, cada vez más; quiero y
escojo la pobreza con Cristo, pobre más que la riqueza; las humillaciones con
Cristo humillado, más que los honores, y prefiero ser tenido por idiota y loco
por Cristo, el primero que ha pasado por tal, antes que como sabio y prudente
en este mundo". Se decidió a "escoger el Camino de Dios, en vez del
camino del mundo"...hasta lograr alcanzar su santidad.
A las consolaciones de los primeros tiempos
sucedió un período de aridez espiritual; ni la oración, ni la penitencia conseguían ahuyentar la sensación de vacío que encontraba en
los sacramentos y la tristeza que le abrumaba. A ello se añadía una violenta
tempestad de escrúpulos que le hacían creer que todo era pecado y le llevaron
al borde de la desesperación. En esa época, Ignacio empezó a anotar algunas
experiencias que iban a servirle para el libro de los "Ejercicios
Espirituales". Finalmente, el santo salió de aquella noche oscura y el más
profundo gozo espiritual sucedió a la tristeza. Aquella experiencia dio a
Ignacio una habilidad singular para ayudar a los escrupulosos y un gran
discernimiento en materia de dirección espiritual. Más tarde, confesó al P.
Laínez que, en una hora de oración en Manresa, había aprendido más de lo que
pudiesen haberle enseñado todos los maestros en las universidades. Sin embargo,
al principio de su conversión, Ignacio estaba tan sugestionado por la
mentalidad del mundo que, al oír a un moro blasfemar de la Santísima Virgen, se
preguntó si su deber de caballero cristiano no consistía en dar muerte al
blasfemo, y sólo la intervención de la Providencia le libró de cometer ese
crimen.
Tierra Santa
En febrero de 1523, Ignacio por fin partió en
peregrinación a Tierra Santa. Pidió limosna en el camino, se embarcó en
Barcelona, pasó la Pascua en Roma, tomó otra nave en Venecia con rumbo a Chipre
y de ahí se trasladó a Jaffa. Del puerto, a lomo de
mula, se dirigió a Jerusalén, donde tenía el firme propósito de establecerse.
Pero, al fin de su peregrinación por los Santos Lugares, el franciscano
encargado de guardarlos le ordenó que abandonase Palestina, temeroso de que los
mahometanos, enfurecidos por el proselitismo de Ignacio, le raptasen y pidiesen
rescate por él. Por lo tanto, el joven renunció a su proyecto y obedeció,
aunque no tenía la menor idea de lo que iba a hacer al regresar a Europa. Otra
vez, la Divina Providencia tenía designios para esta alma tan generosa.
De nuevo en España donde es encarcelado por la
inquisición.
En 1524, llegó de nuevo a España, donde se
dedicó a estudiar, pues "pensaba que eso le serviría para ayudar a las
almas". Una piadosa dama de Barcelona, llamada Isabel Roser, le asistió
mientras estudiaba la gramática latina en la escuela. Ignacio tenía entonces
treinta y tres años, y no es difícil imaginar lo penoso que debe ser estudiar
la gramática a esa edad. Al principio, Ignacio estaba tan absorto en Dios, que
olvidaba todo lo demás; así, la conjugación del verbo latino "amare"
se convertía en un simple pretexto para pensar: "Amo a Dios. Dios me
ama". Sin embargo, el santo hizo ciertos progresos en el estudio, aunque
seguía practicando las austeridades y dedicándose a la contemplación y
soportaba con paciencia y buen humor las burlas de sus compañeros de escuela,
que eran mucho más jóvenes que él.
Al cabo de dos años de estudios en Barcelona,
pasó a la Universidad de Alcalá a estudiar lógica, física y teología; pero la
multiplicidad de materias no hizo más que confundirle, a pesar de que estudiaba
noche y día. Se alojaba en un hospicio, vivía de limosna y vestía un áspero
hábito gris. Además de estudiar, instruía a los niños, organizaba reuniones de
personas espirituales en el hospicio y convertía a numerosos pecadores con sus
reprensiones llenas de mansedumbre.
Había en España muchas desviaciones de la
devoción. Como Ignacio carecía de los estudios y la autoridad para enseñar, fue
acusado ante el vicario general del obispo, quien le
tuvo prisionero durante cuarenta y dos días, hasta que, finalmente, absolvió de
toda culpa a Ignacio y sus compañeros, pero les prohibió llevar un hábito
particular y enseñar durante los tres años siguientes. Ignacio se trasladó
entonces con sus compañeros a Salamanca. Pero pronto fue nuevamente acusado de
introducir doctrinas peligrosas. Después de tres semanas de prisión, los
inquisidores le declararon inocente. Ignacio consideraba la prisión, los
sufrimientos y la ignominia como pruebas que Dios le mandaba para purificarle y
santificarle. Cuando recuperó la libertad, resolvió abandonar España. En pleno
invierno, hizo el viaje a París, a donde llegó en febrero de 1528.
Estudios en París
Los dos primeros años los dedicó a
perfeccionarse en el latín, por su cuenta. Durante el verano iba a Flandes y
aun a Inglaterra a pedir limosna a los comerciantes españoles establecidos en
esas regiones. Con esa ayuda y la de sus amigos de Barcelona, podía estudiar
durante el año. Pasó tres años y medio en el Colegio de Santa Bárbara, dedicado
a la filosofía. Ahí indujo a muchos de sus compañeros a consagrar los domingos
y días de fiesta a la oración y a practicar con mayor fervor la vida cristiana.
Pero el maestro Peña juzgó que con aquellas prédicas impedía a sus compañeros
estudiar y predispuso contra Ignacio al doctor Guvea,
rector del colegio, quien condenó a Ignacio a ser azotado para desprestigiarle
entre sus compañeros. Ignacio no temía al sufrimiento ni a la humillación,
pero, con la idea de que el ignominioso castigo podía apartar del camino del
bien a aquéllos a quienes había ganado, fue a ver al rector y le expuso
modestamente las razones de su conducta. Guvea no
respondió, pero tomó a Ignacio por la mano, le condujo al salón en que se
hallaban reunidos todos los alumnos y le pidió públicamente perdón por haber
prestado oídos, con ligereza, a los falsos rumores. En 1534, a los cuarenta y
tres años de edad, Ignacio obtuvo el título de maestro en artes de la
Universidad de París.
El Señor le da compañeros
Las palabras fervorosas de Ignacio, llenas del
Espíritu Santo, abrió los corazones de algunos compañeros. Por aquella época,
se unieron a Ignacio otros seis estudiantes de teología: Pedro Fabro, que era sacerdote de Saboya; Francisco Javier, un
navarro; Laínez y Salmerón, que brillaban mucho en los estudios; Simón
Rodríguez, originario de Portugal y Nicolás Bobadilla. Movidos por las
exhortaciones de Ignacio, aquellos fervorosos estudiantes hicieron voto de pobreza,
de castidad y de ir a predicar el Evangelio en Palestina, o, si esto último
resultaba imposible, de ofrecerse al Papa para que los emplease en el servicio
de Dios como mejor lo juzgase. La ceremonia tuvo lugar en una capilla de Montmartre, donde todos recibieron la comunión de manos de
Pedro Fabro, quien acababa de ordenarse sacerdote.
Era el día de la Asunción de la Virgen de 1534.
Ignacio mantuvo entre sus compañeros el fervor,
mediante frecuentes conversaciones espirituales y la adopción de una sencilla
regla de vida. Poco después, hubo de interrumpir sus estudios de teología, pues
el médico le ordenó que fuese a tomar un poco los aires natales, ya que su
salud dejaba mucho que desear. Ignacio partió de París, en la primavera de
1535. Su familia le recibió con gran gozo, pero el santo se negó a habitar en
el castillo de Loyola y se hospedó en una pobre casa de Azpeitia.
Bendición del Papa; aparición del Señor
Dos años más tarde, se reunió con sus compañeros
en Venecia. Pero la guerra entre venecianos y turcos les impidió embarcarse
hacia Palestina. Los compañeros de Ignacio, que eran ya diez, se trasladaron a
Roma; Paulo III los recibió muy bien y concedió a los que todavía no eran
sacerdotes el privilegio de recibir las órdenes sagradas de manos de cualquier
obispo. Después de la ordenación, se retiraron a una casa de las cercanías de
Venecia a fin de prepararse para los ministerios apostólicos. Los nuevos
sacerdotes celebraron la primera misa entre septiembre y octubre, excepto
Ignacio, quien la difirió más de un año con el objeto de prepararse mejor para
ella. Como no había ninguna probabilidad de que pudiesen trasladarse a Tierra
Santa, quedó decidido finalmente que Ignacio, Fabro y
Laínez irían a Roma a ofrecer sus servicios al Papa.
También resolvieron que, si alguien les
preguntaba el nombre de su asociación, responderían que pertenecían a la
Compañía de Jesús (San Ignacio no empleó nunca el nombre de
"jesuita". Este nombre comenzó como un apodo), porque estaban
decididos a luchar contra el vicio y el error bajo el estandarte de Cristo.
Durante el viaje a Roma, mientras oraba en la capilla de "La Storta", el Señor se apareció a Ignacio, rodeado por
un halo de luz inefable, pero cargado con una pesada cruz. Cristo le dijo:
"Ego vobis Romae propitius ero" (Os seré propicio en Roma). Paulo III
nombró al padre Fabro profesor en la Universidad de
la Sapienza y confió a Laínez el cargo de explicar la
Sagrada Escritura. Por su parte, Ignacio se dedicó a predicar los Ejercicios y
a catequizar al pueblo. El resto de sus compañeros trabajaba en forma
semejante, a pesar de que ninguno de ellos dominaba todavía el italiano.
La Compañía de Jesús
Ignacio y sus compañeros decidieron formar una
congregación religiosa para perpetuar su obra. A los votos de pobreza y
castidad debía añadirse el de obediencia para imitar más de cerca al Hijo de
Dios, que se hizo obediente hasta la muerte. Además, había que nombrar a un
superior general a quien todos obedecerían, el cual ejercería el cargo de por
vida y con autoridad absoluta, sujeto en todo a la Santa Sede. A los tres votos
arriba mencionados, se agregaría el de ir a trabajar por el bien de las almas
adondequiera que el Papa lo ordenase. La obligación de cantar en común el
oficio divino no existiría en la nueva orden, "para que eso no distraiga
de las obras de caridad a las que nos hemos consagrado". No por eso
descuidaban la oración que debía tomar al menos una hora diaria.
La primera de las obras de caridad consistiría
en "enseñar a los niños y a todos los hombres los mandamientos de
Dios". La comisión de cardenales que el Papa nombró para estudiar el
asunto se mostró adversa al principio, con la idea de que ya había en la
Iglesia bastantes órdenes religiosas, pero un año más tarde, cambió de opinión,
y Paulo III aprobó la Compañía de Jesús por una bula emitida el 27 de
septiembre de 1540. Ignacio fue elegido primer general de la nueva orden y su
confesor le impuso, por obediencia, que aceptase el cargo. Empezó a ejercerlo
el día de Pascua de 1541 y, algunos días más tarde, todos los miembros hicieron
los votos en la basílica de San Pablo Extramuros.
Ignacio pasó el resto de su vida en Roma,
consagrado a la colosal tarea de dirigir la orden que había fundado. Entre
otras cosas, fundó una casa para alojar a los neófitos judíos durante el
período de la catequesis y otra casa para mujeres arrepentidas. En cierta
ocasión, alguien le hizo notar que la conversión de tales pecadoras rara vez es
sincera, a lo que Ignacio respondió: "Estaría yo dispuesto a sufrir cualquier
cosa por el gozo de evitar un solo pecado". Rodríguez y Francisco Javier
habían partido a Portugal en 1540. Con la ayuda del rey Juan III, Javier se
trasladó a la India, donde empezó a ganar un nuevo mundo para Cristo. Los
padres Goncalves y Juan Nuñez
Barreto fueron enviados a Marruecos a instruir y asistir a los esclavos
cristianos. Otros cuatro misioneros partieron al Congo; algunos más fueron a
Etiopía y a las colonias portuguesas de América del Sur.
Un baluarte de verdad y orden ante el
protestantismo.
El Papa Paulo III nombró como teólogos suyos, en
el Concilio de Trento, a los padres Laínez y Salmerón. Antes de su partida, San
Ignacio les ordenó que visitasen a los enfermos y a los pobres y que, en las
disputas se mostrasen modestos y humildes y se abstuviesen de desplegar
presuntuosa- mente su ciencia y de discutir demasiado. Pero, sin duda que entre
los primeros discípulos de Ignacio el que llegó a ser más famoso en Europa, por
su saber y virtud, fue San Pedro Canisio, a quien la
Iglesia venera actualmente como Doctor. En 1550, San Francisco de Borja regaló
una suma considerable para la construcción del Colegio Romano. San Ignacio hizo
de aquel colegio el modelo de todos los otros de su orden y se preocupó por
darle los mejores maestros y facilitar lo más posible el progreso de la
ciencia. El santo dirigió también la fundación del Colegio Germánico de Roma,
en el que se preparaban los sacerdotes que iban a trabajar en los países
invadidos por el protestantismo. En vida del santo se fundaron universidades,
seminarios y colegios en diversas naciones. Puede decirse que San Ignacio echó
los fundamentos de la obra educativa que había de distinguir a la Compañía de
Jesús y que tanto iba a desarrollarse con el tiempo.
En 1542, desembarcaron en Irlanda los dos
primeros misioneros jesuitas, pero el intento fracasó. Ignacio ordenó que se
hiciesen oraciones por la conversión de Inglaterra, y entre los mártires de
Gran Bretaña se cuentan veintinueve jesuitas. La actividad de la Compañía de
Jesús en Inglaterra es un buen ejemplo del importantísimo papel que desempeñó
en la contrarreforma. Ese movimiento tenía el doble fin de dar nuevo vigor a la
vida de la Iglesia y de oponerse al protestantismo. "La Compañía de Jesús
era exactamente lo que se necesitaba en el siglo XVI para contrarrestar la
Reforma. La revolución y el desorden eran las características de la Reforma.
La Compañía de Jesús tenía por características
la obediencia y la más sólida cohesión. Se puede afirmar, sin pecar contra la
verdad histórica, que los jesuitas atacaron, rechazaron y derrotaron la
revolución de Lutero y, con su predicación y dirección espiritual,
reconquistaron a las almas, porque predicaban sólo a Cristo y a Cristo
crucificado. Tal era el mensaje de la Compañía de Jesús, y con él, mereció y
obtuvo la confianza y la obediencia de las almas" (cardenal Manning). A este propósito citaremos las, instrucciones que
San Ignacio dio a los padres que iban a fundar un colegio en Ingolstadt, acerca de sus relaciones con los protestantes:
"Tened gran cuidado en predicar la verdad de tal modo que, si acaso hay
entre los oyentes un hereje, le sirva de ejemplo de caridad y moderación
cristianas. No uséis de palabras duras ni mostréis desprecio por sus
errores". El santo escribió en el mismo tono a los padres Broet y Salmerón cuando se aprestaban a partir para
Irlanda.
Una de las obras más famosas y fecundas de
Ignacio fue el libro de los Los Ejercicios
Espirituales. Es la obra maestra de la ciencia del discernimiento. Empezó a
escribirlo en Manresa y lo publicó por primera vez en Roma, en 1548, con la
aprobación del Papa. Los Ejercicios cuadran perfectamente con la tradición de
santidad de la Iglesia. Desde los primeros tiempos, hubo cristianos que se
retiraron del mundo para servir a Dios, y la práctica de la meditación es tan
antigua como la Iglesia. Lo nuevo en el libro de San Ignacio es el orden y el
sistema de las meditaciones. Si bien las principales reglas y consejos que da
el santo se hallan diseminados en las obras de los Padres de la Iglesia, San Ignacio
tuvo el mérito de ordenarlos metódicamente y de formularlos con perfecta
claridad.
La prudencia y caridad del gobierno de San
Ignacio le ganó el corazón de sus súbditos. Era con ellos afectuoso como un
padre, especialmente con los enfermos, a los que se encargaba de asistir
personalmente procurándoles el mayor bienestar material y espiritual posible.
Aunque San Ignacio era superior, sabía escuchar con mansedumbre a sus
subordinados, sin perder por ello nada de su autoridad. En las cosas en que no
veía claro se atenía humildemente al juicio de otros. Era gran enemigo del
empleo de los superlativos y de las afirmaciones demasiado categóricas en la
conversación.
Sabía sobrellevar con alegría las críticas, pero
también sabía reprender a sus súbditos cuando veía que lo necesitaban. En
particular, reprendía a aquéllos a quienes el estudio volvía orgullosos o
tibios en el servicio de Dios, pero fomentaba, por otra parte, el estudio y
deseaba que los profesores, predicadores y misioneros, fuesen hombres de gran
ciencia. La corona de las virtudes de San Ignacio era su gran amor a Dios. Con
frecuencia repetía estas palabras, que son el lema de su orden: "A la
mayor gloria de Dios". A ese fin refería el santo todas sus acciones y
toda la actividad de la Compañía de Jesús. También decía frecuentemente:
"Señor, ¿qué puedo desear fuera de Ti?" Quien ama verdaderamente no
está nunca ocioso. San Ignacio ponía su felicidad en trabajar por Dios y sufrir
por su causa. Tal vez se ha exagerado algunas veces el "espíritu militar"
de Ignacio y de la Compañía de Jesús y se ha olvidado la simpatía y el don de
amistad del santo por admirar su energía y espíritu de empresa.
Durante los quince años que duró el gobierno de
San Ignacio, la orden aumentó de diez a mil miembros y se extendió en nueve
países europeos, en la India y el Brasil. Como en esos quince años el santo
había estado enfermo quince veces, nadie se alarmó cuando enfermó una vez más.
Murió súbitamente el 31 de julio de 1556, sin haber tenido siquiera tiempo de
recibir los últimos sacramentos.
Fue canonizado en 1622, y Pío XI le proclamó
patrono de los ejercicios espirituales y retiros.