EL
QUE QUERÍA VER A JESÚS
Zaqueo
me resulta un tipo simpático.
La
simpatía que me despierta no proviene del hecho de haberse convertido.
Creo
que ello es muy secundario ante su realidad muy nuestra.
Zaqueo
era un petiso. Zaqueo era un “personaje”.
Era
el jefe de los recaudadores de impuestos en su ciudad.
Permítanme
un divague sobre tal función ya que nos ayuda a entender un poco mejor lo que
tal hombre sería.
Los
recaudadores de impuestos no eran bien vistos. Nunca, quienes tienen tal
función, son bien vistos.
Ellos
eran despreciados por sus abusos y especulaciones pero, fundamentalmente, por
ser colaboradores de los romanos a más de ser acusados de poseer actitudes
propias de los gentiles.
Por
su tarea se les negaba algunos derechos civiles (no podían ni ser jueces ni dar
testimonio en un juicio); no eran invitados a banquetes o bodas; se les negaba
el saludo y su riqueza era mal vista.
El
hecho de ser el jefe hace suponer que hacía mucho tiempo que estaba en aquella
función. Por ello, Zaqueo, debía estar acostumbrado a esa marginación dispuesta
y su convivir con tal realidad.
Ello
hacía que Zaqueo se fuese distanciando, cada día más, de la gente del lugar
donde vivía.
Petiso,
con dinero, despreciado, con un cargo importante. Todas realidades que juntas e
él lo harían un personaje pedante.
Él
no quería convertirse ni, tampoco, deseaba hacerse seguidor de Jesús. Solamente
tenía ganas de ver a aquella persona de la que tanto se hablaba y estaba en la
ciudad.
Quizás
había escuchado hablar de esa persona que tenía, entre sus seguidores, a un
publicano como él.
Debía
ser una persona especial como para que Mateo dejase su puesto y lo siguiese.
Él
tenía ganas de ver a Jesús. Nada más que verle.
Claro
que no fue de los que salieron corriendo a recibirlo y aclamarlo.
Tal
cosa no condecía con su condición.
Quienes
estaban rodeando a Jesús eran los hombres comunes del pueblo común.
Rodeado
por una muchedumbre Jesús resultaba invisible para sus ojos.
Saltó
detrás de la gente intentando lograr lo que deseaba. Saltó pero no logró ver a
aquel hombre.
Quizás
esbozó algún tímido e infructuoso “Permiso” acompañado de algún alevoso codazo.
Nada. Nadie se movió ni le dejó algún resquicio.
Pero
él continuaba deseoso de ver a Jesús.
Cuanto
más dificultad encontraba más deseos sentía nacer en su interior.
Ya
no era un deseo sino que le resultaba casi una obligación.
Dejó
de lado su condición. Olvidó su altivez y…………
Trepó
a un árbol y se aferró a una de las ramas para divisarlo cómodamente.
Debía
quitarse esas ganas que sentía en su interior.
La
gente que rodeaba a Jesús venía empujando sus pasos.
Al
llegar a la cercanía de aquel árbol se detiene. Jesús alza la vista y la voz.
Llama
a aquel hombre por su nombre y se invita a su casa.
Una
corriente de estupor y silencio recorre a los presentes.
Era
un personaje demasiado conocido como para no saber que era impuro, un despreciable.
Y
Jesús se invita a su casa.
Cuando
tenemos ganas de ver a Jesús Él siempre nos mira.
Cuando,
pese a las dificultades, logramos dejarnos ver por Jesús, Él toma la iniciativa
y nos llama por nuestro nombre.
Él
siempre nos reconoce. Por ello se invita a nuestra casa.
Cuando
lo dejamos entrar nuestra vida se transforma.
Padre
Martin Ponce de Leon SDB