El legado del pensamiento de Platón

P. Fernando Pascual

22-7-2020

 

La existencia de Platón (427-347 a.C.) transcurre en un momento clave del mundo griego. Por un lado, el final de las guerras del Peloponeso y la derrota de Atenas. Por otro, las tensiones entre demócratas y oligarcas. Además, en el Norte de Grecia se desarrolla el poderío de Macedonia, que terminará por someter a buena parte de las ciudades griegas, ya después de la muerte de Platón.

 

Culturalmente, el mundo griego estaba transformándose desde una civilización de tipo oral hacia otra que daba más espacio a la escritura. Si en el pasado las narraciones y las enseñanzas se basaban en la palabra viva, en la memoria, en las repeticiones, poco a poco se hacía posible acceder a la cultura con un texto escrito entre las manos.

 

En este contexto, Platón tuvo un encuentro decisivo: Sócrates (470-399 a.C.). Su muerte marcó profundamente a sus discípulos, entre ellos a Platón, que interpretó esa muerte como el fracaso de una ciudad, Atenas, que no supo reconocer a un gran hombre.

 

Además, en Platón pervivía el recuerdo de los sofistas (Gorgias, Protágoras, Pródico, Hipias). También era consciente de la fuerza que había adquirido la retórica (con Isócrates y otros autores), un arte orientada al triunfo a través de la persuasión.

 

Platón escribió y enseñó durante casi toda su vida. Se preocupó de tantos temas que A.N. Whitehead llegó a decir que toda la filosofía de Occidente no sería más que notas a pie de página a los Diálogos de Platón.

 

En un intento de síntesis, podemos decir que para Platón toda la ciencia y toda la sabiduría humana se esfuerzan por encontrar el único camino que lleva a la felicidad, por medio de la justicia que consiste en asemejarse a Dios.

 

Solo en este esfuerzo consigue el hombre la máxi­ma maestría, la superioridad del sabio, la riqueza de quien puede enseñar a los demás, la plena inteligencia de la naturaleza humana, de lo que es realmente útil. Todo ello supone alcanzar el conocimiento, en la medida de lo posible, del bien.

 

Fuera de este saber sobre el bien se eclipsan las demás artes y habilidades: de nada sirve ser especialista en tribunales o en cualquier otro arte particular, si no se ha alcanzado la maestría verdadera, la ciencia de la plenitud del hombre.

 

El filósofo busca continuamente esta verdad, y así debería ser todo aquel que realizase en ple­nitud su propia humanidad. El sofista, y tantos hombres que viven en la inautenticidad y el pragmatismo, no son capaces de considerarla, perdidos y enjaulados por las cosas inmediatas, por los éxitos pasajeros, por las apariencias de las opiniones sujetas al cambio continuo.

 

Quien ha llegado a conocer el bien verdadero está en condiciones de alcanzar la felicidad que todos anhelamos. Una felicidad que no puede circunscribirse a es­ta vida, sino que busca imitar la vida divina en la que no existe el mal.

 

Ese mensaje sirve también para nuestros días. Platón nos dice hoy, como un eco de su maestro Sócrates, que no sirve para nada dominar a los otros cuando uno no se domina a sí mismo. Por eso la tarea fundamental consiste en ocuparse de la parte más preciosa de nuestro ser: el alma.

 

Ese alma sobrevive a la muerte, porque es semejante a aquello que desea conocer y amar. De ahí surge una de las afirmaciones más paradójicas: el filósofo vive orientado hacia la muerte (cf. Fedón) y busca cómo huir de este mundo hacia el mundo divino, en la medida de lo posible (cf. Teeteto). Porque tras la muerte se logra la verdad, el bien, la belleza: esos deseos profundos que brillan en el corazón de todo ser humano.

 

Esos son algunos legados de Platón. Un pensador que vivió hace 2400 años, y que todavía es leído, criticado y alabado, porque estimula y promueve una de las principales herencias de Sócrates: el amor hacia la búsqueda de la verdad.