CON EL
SOL EN EL ROSTRO
La
mañana se me presentaba como de una jornada especial.
El
viento soplaba delicadamente e impedía que las banderas quedaran quietas. Se
agitaban a un ritmo totalmente distinto que el de la música que abría la
marcha.
La
pequeña caravana marchó recorriendo distintos lugares donde la pobreza de las
casas era evidente y elocuente.
Con
la llegada de la música los perros, la mayoría de ellos de una flacura notoria,
salían casi sin ganas de ladrar pero dispuestos a estar presentes.
En
cada lugar, casi como un empeño, el sol me daba en el rostro.
Los
niños surgían de todos lados con prisa y expectativa.
Niños,
casi todos ellos, esmirriados e inquietos. Los adultos llegaban un poco más
tarde despuntando el día que recién comenzaban.
Saludos,
explicaciones y algún poco de conversación.
No
era una visita sino un encuentro casi fugaz pero harto elocuente.
Los
niños salían disparados a observar desde lejos el obsequio recibido mientras
que los adultos buscaban algún recipiente para recibir la comida que se
entregaba.
Casitas
de costaneros y chapas eran un grito elocuente de carencias y precariedad.
Era
una situación que se reiteraba en cada lugar donde la caravana se detenía.
Parecía
que el sol se entretenía en saludar a cada uno de los moradores de aquellos
lugares.
Los
niños corrían para abrazarle y el sol se inclinaba para besarles.
Los
adultos conversaban junto al sol para hacerle llegar algún cuento o algún
planteo.
El
sol parecía correr en todas las direcciones para obsequiar su cercanía y
calidez.
Solamente
me distraía, de su golpear mi rostro, el deber cumplir con una tarea que había
descubierto y me hacía sentir útil.
A
medida iba transcurriendo la mañana el sol brillaba con más fuerza. Ya no
solamente me daba en el rostro sino que, también, me hacía sentir su calidez.
Por
todos lados muchos niños, muchas carencias y abundancia de perros flacos.
Parecía
que la gente del lugar ya estaba acostumbrada a aquellas presencias puesto que
eran muy pocos los que salían a la calle para ver pasar aquella caravana.
En
cada lado en que se detenía aquella marcha los niños afloraban de todos lados
buscando algo. Algunos niños muy pequeños se acercaban de la mano de algún
adulto.
Algún
adulto, llevando a algún pequeño de la mano, debía caminar varios metros hasta
la próxima detención puesto que lo hacían con mucha lentitud y algunos,
desanimados, dejaban que la caravana se alejase sin poder llegar hasta alguno
de los coches.
Los
tachos que acercaban para llevar algo de comida presentaban una diversidad
asombrosa. Algunos no lucían muy pulcros, otros mostraban mucha utilización y
no faltaban los muy limpios e impecables.
Tal
variedad no hacía otra cosa que poner de relieve los lugares de donde provenían
aunque no era una realidad objetiva.
No
faltaban algunos adultos que, sin moverse de sus asientos, se encargaban de
azuzar a los niños para que actuasen mientras ellos esperaban para ver lo
obtenido por estos.
Ya
casi sobre el medio día el sol se encontraba en su esplendor y se las ingeniaba
para estar en todos los lugares. Ya en la marcha como en los destinatarios de
cada lugar.
Algunos
niños se encargaban de suplir a los perros que se quedaban dormitando, luego de
algunas vueltas por entre todos los lugares, puesto que corrían detrás de la
caravana esperando recibir algo más.
Yo,
cumpliendo con la tarea asumida, no hacía otra cosa que disfrutar el sol de esa
mañana.
Lo
disfrutaba viéndole brillar.
Lo
disfrutaba viéndole despertar sonrisas.
Lo
disfrutaba viéndole muy cerca de cada persona que le recibía.
Tenía
el sol en el rostro pero no podía hacer otra cosa que disfrutarle ya que Jesús
siempre es un sol que nos ilumina e impulsa.
Padre
Martin Ponce de Leon SDB