Es
difícil ver el gigantesco lienzo de Juan Valdés Leal, allá en lo alto del coro
del impresionante Hospital de la Caridad, en Sevilla. A pesar de la multitud
que la rodea, en él se distingue claramente la cruz. En su majestuosa desnudez,
la cruz preside la composición que representa su recuperación y su triunfo.
Un
tanto más confuso y oscuro es el boceto, obra del pintor sevillano, que se
encuentra en el museo Paul Getty, en aquel entorno de las colinas de Los Ángeles,
en Californa.
La
celebración de la exaltación de la Santa Cruz, el día 14 de septiembre,
recuerda la recuperación de la cruz de las manos de los persas. El año 628
regresaba a Jerusalén portada por el emperador Heraclio y acompañada por el
patriarca Zacarías. Diversos relatos, más o menos legendarios, han alimentado
la piedad popular y la devoción a la cruz de Jesús.
Más
que el acontecimieto histórico, estamos llamados a recordar el misterio que la
cruz representa. Bien lo glosan los versos que santa Teresa de Jesús escribió
para ser cantados en Soria en esta fiesta del año 1581: “En la cruz está la
vida y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo”.
Rodando
los tiempos, e inspirándose en el famoso Cristo de Velázquez, don Miguel de
Unámuno había de dirigir al Crucificado una oración tan personal como universal: “¡Dame,/ Señor,
que cuando al fin vaya perdido / a salir de esta noche tenebrosa / en que
soñando el corazón se acorcha, / me entre en el claro día que no acaba, / fijos
mis ojos de tu blanco cuerpo, / Hijo del Hombre, Humanidad completa, / en la
increada luz que nunca muere; / mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, / mi mirada
anegada en ti, Señor!”
En
nuestros días la cruz material es discutida como nunca. Es destruída en tierras
lejanas y cercanas. Se la retira de los lugares públicos, para no ofender a los
extraños o porque nos recuerda una vida y una fe de la que hemos apostatado ya en
la práctica.
Pero
ahí están las otras cruces. Esas que no aceptamos con serenidad, mientras las
cargamos sin piedad sobre los hombros más débiles. Las cruces de la enfermedad
y el desempleo, del hambre y la marginación, del desprecio y el abandono, de la
miseria y la guerra, de la violencia y el despojo. La cruz de la fragilidad que
la pandemia ha desvelado.
En
el diálogo con Nicodemo Jesús aclaró el sentido de la cruz: “Tiene que ser
levantado el Hijo del hombre”. Levantado sobre los intereses humanos, Jesús
reina por la generosidad de su entrega. Levantado por encima de las ansias del
tener, del poder o del placer, él es la fuente de la más limpia esperanza.
Levantado
en la cruz, él es el signo de la
salvación y de la nueva alianza que Dios
ofrece a la humanidad. Y a él dirigimos nuestra oración con la liturgia de este
día: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu cruz has redimido
al mundo”. Amén.
José-Román Flecha Andrés