¿DE DÓNDE
VIENE LA BIBLIA?
Padre Arnaldo Bazán
Nuestros hermanos separados, en
general, gustan hablar de la Biblia como si fuera una cosa propia, algo así
como si ellos la hubieran inventado. Se olvidan, sin embargo, de que ha sido la
Iglesia Católica la que, durante muchos siglos, preservó para los cristianos el
Antiguo Testamento y determinó cuáles eran los libros que formaban el Nuevo.
Aunque desde los comienzos
aparecieron grupos disidentes que se apartaban del cuerpo principal de la
Iglesia, los modernos protestantes, como sabemos, provienen de la separación
provocada, en primer lugar, por Martín Lutero en el siglo XVI, y luego por
otros.
Casi todos estos llamados
"reformadores" fueron primero católicos, que por diversas razones
decidieron separarse de la Iglesia, llevándose consigo la Biblia que de ella
habían recibido.
Sólo posteriormente fue que
aparecieron otros que intentaron "reformar" no ya la Iglesia
Católica, sino las mismas denominaciones protestantes a las que pertenecían.
FUENTES
DE LA REVELACIÓN
La Iglesia siempre ha enseñado que
la Revelación Divina no se agota con la Biblia, sino que se completa con lo que
ella llama LA TRADICIÓN, que es el conjunto de verdades que fueron transmitidas
por Jesús a sus apóstoles y que no están contenidas en los libros del Nuevo
Testamento, sino recogidas aquí y allá y atestiguadas por los escritos de
cristianos venerables de los primeros siglos, a quienes llamamos los Santos
Padres.
Sin la ayuda de estos testimonios
sería muy difícil comprender todo el significado del Nuevo Testamento, al mismo
tiempo que nos quedaríamos sin el tesoro maravilloso de muchas verdades que
conocemos sólo parcialmente por lo recogido en las Sagradas Escrituras.
No debemos olvidar que durante los
primeros cincuenta años los cristianos no conocieron sino el Antiguo
Testamento. Los veintisiete libros que hoy constituyen el Nuevo Testamento
fueron escritos después del año 50, y su difusión y conocimiento, al principio,
sólo alcanzó a un número limitado de personas, dado que por esos tiempos no
existían las facilidades que tenemos hoy.
CÓMO
DECIDIR ACERCA
DE LOS LIBROS INSPIRADOS
A partir de la mitad del siglo I
comienzan a aparecer diversos escritos cristianos. Unos se debían a la pluma de
algunos de los apóstoles o de discípulos suyos. Otros llegaron hasta a
atribuirse a algunos de ellos, pero conteniendo toda clase de relatos
maravillosos que no concordaban con lo que la Iglesia había recibido por medio
de la predicación de Jesús y sus apóstoles.
Es decir, que a los veintisiete
libros que hoy forman el Nuevo Testamento habría que agregar otros varios que
circulaban entre los cristianos y que, sin embargo, no podían ser considerados
como "Palabra de Dios". Hubo, pues, que tomar una decisión. ¿Cuáles
libros eran inspirados y cuáles no?
Esta decisión sólo la podía tomar
la Iglesia, con el Papa a la cabeza. Y esta decisión se llevó a cabo. Así, en
los primeros siglos quedó establecido que sólo esos veintisiete libros y
ninguno más, fueron escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo y, por lo
mismo, los únicos que podrían ser considerados como parte de la Palabra escrita
de Dios.
LA
IGLESIA ES LA GUARDIANA
DEL TESORO DE LA FE
Cristo quiso fundar su Iglesia
teniendo como base a Pedro y a los apóstoles. A ellos y a sus sucesores
encomendó la guarda del tesoro de la fe, es decir, de la Revelación.
A cada rato aparece un grupo
cualquiera que se considera inspirado directamente por el Espíritu Santo, y
dice ser el único que sabe interpretar correctamente la Palabra de Dios. Así ha
sucedido con bastante frecuencia desde la época de los apóstoles.
¿Qué autoridad puede tener una
persona o un grupo cualquiera para arrogarse una responsabilidad tan seria? Esa
es la razón por la que pululan grupos diferentes, todos con diversa doctrina, y
todos afirmando que son la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Sin embargo, no podemos ser tan
incautos como para creerle al primero que aparezca afirmando lo que se le
ocurra. Cristo mismo ya se encargó de resolver este problema, para así evitar
la desunión y la división entre sus discípulos, otorgando a los apóstoles y sus
legítimos sucesores el poder para dictaminar sobre lo que hay que creer y sobre
cómo se debe interpretar correctamente la Palabra de Dios.
Y esto lo hizo porque sabía muy
bien lo que iba a ocurrir, como lo recuerda Pablo en su Segunda Carta a Timoteo:
"Porque va a llegar el momento en que la gente no soportará la doctrina
sana; no, según sus propios caprichos se rodearán de maestros que les halaguen
el oído; se harán sordos a la verdad y darán oídos a las fábulas"(3,3-4).
Se necesitaba, pues, de un cuerpo
de vigilantes, que es lo que significa la palabra "obispo", para que
así no se corrompiera la sana doctrina, sino que se mantuviera la unidad de la
Iglesia basada en una sola fe, un solo bautismo, un Dios y Padre de todos.
Los que hoy manejan la Biblia como
si fuera algo de su propiedad deberían recordar que se la deben a la Iglesia.
Sólo ella ha podido guardar el depósito de la fe a lo largo de tantos siglos de
persecuciones y de penurias.
Sólo ella pudo determinar la manera
de interpretarla, porque cuenta para ello con la asistencia del Espíritu Santo
y la promesa del propio Jesucristo de que estará sosteniéndola hasta el final
de los tiempos. (Ver Mateo 28,20).
LIBROS
INSPIRADOS
Y LIBROS APÓCRIFOS
Los católicos llamamos apócrifos a
aquellos libros que fueron escritos por cristianos de los primeros tiempos,
seguramente con toda buena voluntad, pero sin la debida inspiración del
Espíritu Santo.
Esa es la razón por la que, junto
con verdades indiscutibles, mezclaron también narraciones fabulosas que eran
francamente inadmisibles, lo que hizo pensar a la Iglesia que tales escritos no
podían ser puestos en el mismo lugar que aquellos que presentaban todas las
garantías de llevar el sello de Dios.
Nuestros hermanos separados llaman
apócrifos a otros libros, todos del Antiguo Testamento, que aparecieron en la
llamada Versión de los Setenta, una traducción al griego atribuida a un grupo
de setenta y dos sabios judíos, en la ciudad de Alejandría, para uso de los
muchos hebreos que vivían fuera de Palestina. Como estos libros no aparecían en
el llamado "canon de Jerusalén", es decir, que no eran conocidos en
la capital de la nación judía, fueron considerados apócrifos por sus
autoridades, aunque los cristianos los recibieron y usaron con el mismo valor
que las demás Escrituras.
La Iglesia admitió como inspirados
estos libros, que son los siguientes: 1 y 2 Macabeos, Tobías, Judit,
Eclesiástico, Sabiduría y Baruc, más algunas partes de Ester y Daniel. A éstos
los llamó deuterocanónicos o del segundo canon, ya
que no estaban incluidos en el de Jerusalén.
Los protestantes decidieron seguir
la práctica del judaísmo oficial y consideraron apócrifos estos libros, pese al
amplio uso que de ellos hicieron los cristianos desde el principio. Por eso no
aparecen en sus biblias.
Sin embargo, en el Nuevo Testamento
no hay ninguna divergencia, como no sea la de las diversas traducciones, algo
que depende, desde luego, de la pericia y conocimiento de los traductores.
El católico debe preferir siempre
versiones de la Biblia que hayan recibido la aprobación de la Iglesia que, por
lo general, tienen además notas explicativas que son una gran ayuda, pues están
hechas por personas con grandes conocimientos de las Sagradas Escrituras.
Nadie debe sentirse capacitado para
interpretar la Biblia por su cuenta, pues como dijo san Pedro, a propósito de
las cartas de Pablo, "es verdad que hay en ellas pasajes difíciles, que
esos ignorantes e inestables tergiversan, como hacen con las demás Escrituras,
para su propia ruina" (2a. Pedro 3,16).
En la Iglesia Católica tenemos todo
lo que necesitamos para conocer la Verdad.
Arnaldo Bazán