A LA INTEMPERIE
La
luna se encontraba en cuarto creciente y
ponía fin a su jornada utilizándola como un inmenso columpio.
Allí
dejaba que sus cabellos se agitasen al viento mientras subía y bajaba en su
cálida hamaca.
Mientras
se columpiaba su mente, siempre inquieta, recorría todos los momentos de su
prolongada jornada.
Allí
iban y venían los rostros de las personas con las que había compartido ese día.
Escuchaba
sus voces y revivía sus cuentos y cada uno de ellos despertaban una sonrisa de
afecto y cercanía.
Ese
día se había lastimado una la planta de uno de sus pies mientras andaba entre
unas tablas pero no había dicho nada de lo sucedido para no recibir ningún
comentario.
Le
dirían que no debía andar por allí o que debería tener más cuidados o que esos
lugares no eran para su persona y comentarios por el estilo y, ante ello,
prefería guardar silencio y dejar su lastimadura se curase por sí misma.
Ahora,
mientras se hamacaba, sentía que la brisa fresca besaba sus pies descalzos y ello le ayudaba a curarse.
Sus
manos se aferraban con fuerza a los tirantes del columpio y, parecía, como que
todo desaparecía y solamente existía su persona y el inmenso espacio donde
podía hamacarse con absoluta tranquilidad.
De
vez en cuando alguna estrella fugaz se le acercaba para que la esquivase con el
movimiento de su cuerpo mientras formulaba, mentalmente, algún deseo.
Cuando
alguna nube pasaba por su gigantesca hamaca inmensa cantidad de gotitas de agua
refrescaban su rostro mientras subía y bajaba con mayor intensidad.
Su
rostro se ensombreció un algo cuando recordó aquel rostro que le había solicitado se
involucrase en una importante actividad y aún no le había proporcionado una
respuesta que debería brindar al día siguiente.
¿Por
qué había pospuesto una respuesta que tenía, ya, muy en claro? Vaya uno a
saber.
Ahora
no tenía lugar para sombras y, por ello, mientras tomaba mayor impulso volvió a
sonreír como lo hizo tantas veces a lo largo de su jornada.
Poco
a poco los vaivenes de aquel columpio le fueron brindando una sensación de paz
que no había experimentado a lo largo de la jornada.
Su
persona se había sentido tironeada por diversas situaciones que le reclamaban
su presencia o su palabra que ayudase a solucionar alguna dificultad.
Solamente,
en su vida, las noches en las que podía columpiarse en la luna, se permitía
soñar teniendo sus pies sobre el inmenso espacio vacío del universo.
Allí,
a la intemperie, la luz cálida de la luna le invadía y se daba el lujo de soñar
desde lo más profundo de su ser.
Soñaba
con un mundo lleno de posibilidades dignas para todos. Soñaba con problemas
resueltos mágicamente. Soñaba que podía disfrutar de la felicidad de los suyos.
Soñaba que sus sueños se hacían realidad.
Mientras
tanto continuaba hamacándose y disfrutando de aquellos momentos de paz, soledad
y tranquilidad.
Allí
no había un reloj que le impusiese horarios, ni obligaciones que le hiciesen
andar a prisa ni rostros que pronunciasen su nombre para reclamar su atención.
Allí
estaba a la intemperie pero disfrutando trozos de calma, silencio y ternura.
El
tiempo había transitado como si le permitiese disfrutar completamente de su
momento. La luna había ido descendiendo y ya comenzaba a acercarse al
horizonte. Era el momento de dejar su columpio.
En
el horario impuesto entre los hombres ya era comenzada la madrugada y debía
dormitar un poco.
De
un salto delicado se bajó de la hamaca para refugiarse entre las sábanas de su
cama. Ya había disfrutado suficiente de sus ratos de intimidad personal. Mañana
volvería, con renovados bríos, a salir y disfrutar de su estar a la intemperie
sonriendo de plenitud personal.
Padre
Martin Ponce de Leon SDB