Necesitados de una gran
esperanza
P. Fernando Pascual
11-10-2020
Cada ser humano vive de
esperanzas. No puede prescindir de ellas. Esas esperanzas pueden ser
diferentes, grandes o pequeñas, sobre lo inmediato o sobre lo más lejano.
Así lo explicaba el Papa
Benedicto XVI en una encíclica publicada en el año 2007:
“A lo largo de su existencia,
el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas, diferentes según
los periodos de su vida. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo
llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la
esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en
la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida”
(Benedicto XVI, encíclica “Spe salvi”
n. 30).
Los problemas surgen cuando
constatamos que las esperanzas de aquí abajo pasan rápido, están heridas por
una imperfección profunda. Ciertamente, son necesarias: sin ellas no daríamos
ningún paso. Pero no bastan. Nada en esta tierra es capaz de llenarnos por
completo. Todo ocurre muy de prisa.
Somos seres necesitados de
esperanzas. Nuestro corazón está enfermo de infinito, de un amor y de una vida
que no acaben y que no cansen. Nuestra mente se abre continuamente a nuevas
fronteras y a más esperanza, a la “gran esperanza”. La verdadera meta es una,
maravillosa, eterna: Dios.
Necesito momentos para mirar
mi corazón y preguntarme: ¿qué espero? ¿Cuál es esa meta que más anhelo, que
más busco? También puedo preguntarme: ¿qué espera Dios, qué desea, qué “sueña”,
cómo me sueña?
En el fondo, esperamos
conseguir aquello que amamos. Pero si el deseo es más grande de lo que aquí en
la tierra podemos alcanzar, y si me siento débil, frágil, entonces... entonces
la esperanza me lleva a esperar un regalo, un don.
“Esta gran esperanza solo
puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que
nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un
don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no
cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado
hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto”
(Benedicto XVI, “Spe salvi”
n. 31).
Ese Dios nos ha abierto las
puertas del cielo, nos ha invitado a acoger el gran regalo de la Redención. Me
ofrece a mí, y ofrece a tantas personas que conozco o que no conozco, la
oportunidad de llegar a la Patria.
Señor, me has hecho por amor y
me has destinado a ti, mi verdadera y única felicidad. Ayúdame a caminar
siempre sostenido de tu mano, con una “gran esperanza”, una esperanza que
alimente mi amor y que me lleve a amar a todos mis hermanos.