Estar mal cuando podría estar
bien
P. Fernando Pascual
1-11-2020
Es parte de la experiencia
humana: encontrarnos mal, sentirnos incómodos, sufrir por un motivo o por otro.
Estamos mal si una lluvia
inesperada provocó el inicio de un constipado molesto y persistente.
Estamos inquietos si las
facturas se acumulan y vemos que no llegaremos a final de mes.
Nos sentimos incómodos,
molestos, si el aire acondicionado de una tienda está demasiado caliente (o
demasiado frío).
En muchas ocasiones, aceptamos
que estamos a disgusto aquí o allá como si se tratase de una fatalidad: esto
suele ocurrir, y ahora me ha pasado a mí.
Pero otras veces tenemos que
reconocer que estamos mal cuando podríamos estar mucho mejor, y que estamos mal
porque hay culpa o negligencia de otros (o de nosotros mismos).
Un ejemplo entre miles:
optamos por ir a un médico que, en vez de proponer la terapia adecuada, con sus
errores empeora la situación.
Surge la rabia en el corazón:
si el médico hubiera sido más serio; si yo hubiese escogido a otro médico que
tantas veces me había ayudado; si hubiera consultado un segundo parecer...
Entonces nos acusamos, o
acusamos a otros, de encontrarnos en situaciones dañinas, cuando con un poco de
prudencia y buenos consejos ahora podríamos estar bien o, al menos, no tan mal.
Esto se puede aplicar a
nuestra vida en su conjunto: hay quienes reconocen con pena que no les gusta su
trabajo, ni su modo de comportarse, ni las compañías que les rodean, y piensan
que con otras decisiones del pasado todo estaría mucho mejor en el presente.
Una dimensión, para algunos
anómala, del sufrimiento humano consiste en sufrir porque sufrimos, en
reprocharnos penas y males que, según suponemos, habrían sido evitables.
No siempre es verdad que
podríamos estar mejor si hubiéramos escogido de modo diferente: hay infortunios
que son inevitables. Pero en otras ocasiones resulta evidente que las cosas
irían mucho mejor con decisiones tomadas con prudencia.
Esto se aplica, desde luego, a
la vida terrena, con todas sus sorpresas y dificultades. Pero también se
aplica, y de un modo definitivo, a la vida que comienza tras la muerte.
Porque si hay algo que genere
pena en el corazón es ese riesgo de terminar en el infierno (posible para todo
aquel que, con pecados mortales, muere sin arrepentimiento) y saber que se pudo
haber evitado esa desgracia definitiva con buenas obras y con una sincera y
humilde confianza en Dios.
Para evitar esa pena, la mayor
de todas, ahora podemos pedir ayuda a Dios y ponernos a trabajar, seriamente,
por la propia salvación y la de quienes, de un modo u otro, estén en relación
con nosotros. Con Dios pensaremos mejor cada una de nuestras decisiones, sobre
todo para orientarnos hacia el amor.
Ese amor nos permite “sentirnos
bien” ahora y en la vida eterna. Sobre todo, nos hace ser cada día un poco más
buenos y más semejantes al Padre de los cielos...