BANQUETE
OBSEQUIO
Padre Pedrojosé
Ynaraja Díaz
Traerte a la mesa a alguien, puede
obedecer a diversas intenciones.
Si la persona está hambrienta, es
proporcionarle alimento. Es simple generosidad, siempre correcto y santo
proceder.
En otros casos, quien invita oculta
otras intenciones. Pretende conseguir algo y se lleva al comensal a un buen
restaurante, le ofrece buenos manjares y escogidos caldos. Llegado el momento
en que el invitado ya no puede huir, le expone sus propósitos. El sujeto, si es
capaz de reflexionar, ya que tales comidas embotan la mente y dificultan el
análisis, si conserva el juicio, se sentirá cebado, más que obsequiado. Tratará
de no enojarse, ni dejarse engañar, si es capaz. Tal artero proceder es propio
de quien desea ganar favores que de manera limpia, no podrían conseguir. Hablo
por experiencia, mi habitual frugalidad y hábito abstemio, me han permitido no
caer nunca en tal trampa.
Desde antiguo, invitar a un amigo, o a
quien aunque se acabe de conocerse se admira, agasajarle acogedor en su mesa,
sin que el reloj domine, ni el clima esclavice, es signo de elegancia
espiritual.
Que la preparación de los manjares la
haga el mismo anfitrión, es el colmo de la gentileza. En tal ambiente, pese a
que la pitanza pueda ser de la mejor calidad, el café de Jamaica o el té de
Ceylán, lo más gozoso y recordado del encuentro será la convivencia.
Si compartir conversación, miradas y
sonrisas, dominan el ambiente, la amabilidad sincero sentimiento y no puro
protocolo, la amistad germinará o crecerá y el encuentro inolvidable.
Recuerdo muy bien que para expresar su
gozo, el sheik
beduino de Petra que nos había acogido en su jaima,
nos decía: vosotros no sois mis amigos, pues, no aceptáis quedaros a cenar
conmigo. Ya que en nuestra situación era imposible, improvisó algo parecido,
llamó a su esposa, vino el primogénito, que quiso que adornara mi cabeza con el
típico keffiya y que su preciosa hija quinceañera,
nos sirviera un aromático té beduino, con apetitosas galletas dulces.
No faltó nada ¿o sí?