Democracia, pecado y
conversión
P. Fernando Pascual
12-12-2020
Los sistemas democráticos,
como tantas otras realidades humanas, pueden quedar dañados por el pecado y
necesitan de conversión.
Esto vale a todos los niveles:
para los votantes, para los encargados de velar por el recto funcionamiento de
las elecciones, para los elegidos en los parlamentos, para las autoridades.
Vale para los votantes: tienen
el deber de buscar, con su voto, el bien común y la justicia. Si se dejan
llevar por intereses egoístas, o por el odio y la sed de venganza, sus votos
estarán heridos por el mal.
El votante honesto y
convertido deja a un lado sus avaricias y rencores, se purifica de su
ignorancia culpable, y estudia seriamente, antes de votar, qué candidatos
pueden promover la concordia y el bienestar sociales.
Vale para los que trabajan en
las mesas electorales, los que contabilizan los votos, y también para quienes
establecen leyes y reglamentos para las elecciones.
También a ese nivel existen
tentaciones y pecados. Basta con recordar cuántos fraudes y manipulaciones ha
habido, y por desgracia hay, en las elecciones, hasta el punto de proclamar
como vencedores a candidatos que no tienen los votos necesarios, mientras
quedan excluidos o debilitados otros candidatos preferidos por mucha gente.
Vale para los elegidos,
parlamentarios, diputados, congresistas, senadores, y otros cargos sometidos a
las urnas: quien recibe el “mandato del pueblo” sigue siendo hombre sujeto a
presiones y a pasiones que pueden dañarle en el ejercicio de sus atribuciones.
Con frecuencia asistimos con
pena al espectáculo de quienes, una vez con el acta de diputado, en seguida
buscan cómo subirse el salario, o promueven intrigas y alianzas no anunciadas
en la campaña electoral, o buscan estratagemas injustas para excluir de puestos
relevantes en el parlamento a los candidatos de otros partidos políticos.
Vale para los cargos públicos
en todos los niveles, desde el presidente de una república o de un gobierno,
hasta los ministros, los secretarios de ministerio, y cualquier otra
responsabilidad alcanzada por los que han recibido más votos y tienen el
encargo de organizar la vida pública.
Las personas que están en esos
cargos públicos, si se dejan llevar por el pecado, buscarán sus propios intereses,
sobre todo económicos, como por desgracia se hace manifiesto cuando se destapan
casos de corrupción pública. O promoverán discordias y odios entre la gente, o
establecerán leyes y decisiones para proteger a unos y perjudicar a otros, por
ejemplo, al legalizar el aborto o la eutanasia.
Un sistema democrático, como
cualquier sistema político, está amenazado por pecados que anidan en el corazón
del ser humano. Incluso los sistemas de control mejor planificados para evitar
los posibles daños que causan los malos políticos solo pueden funcionar si
quienes los aplican (los supervisores, por ejemplo) superan las tentaciones y
amenazas que pueden apartarles de su misión de control público.
Por eso, para conseguir
democracias sanas, parlamentos eficaces y gobiernos justos, hace falta
emprender un serio camino de conversión. A través del mismo, será posible
apartarse de las tentaciones y peligros que a todos nos afectan, y promover
armonía, paz, justicia y eficiencia, para el bien de quienes conviven y caminan
en un territorio hacia la meta definitiva de toda existencia humana: el
encuentro con Dios, que es Padre justo y misericordioso.