LA
SEPARACIÓN DE LA IGLESIA Y DEL ESTADO
Padre
Arnaldo Bazán
La Iglesia nació, igual
que Jesús, por la fuerza del Espíritu. Fue totalmente obra de Dios. Así comenzó
y así fue creciendo, como atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Precisamente por eso
tuvo que enfrentar dificultades desde el principio, ya que "el discípulo
no puede ser mejor que el Maestro"
Perseguida, la Iglesia
se mantuvo a pesar de todo. Mientras sus miembros caían despedazados por las
fieras o degollados por la espada, o crucificados o dilapidados, ella seguía
creciendo. La presencia del Señor la sostenía.
Así transcurrieron los
tres primeros siglos. Llegó el siglo IV y poco después tomaba el poder en Roma
un nuevo emperador, Constantino, que habiendo visto como en una visión que la
cruz seria la señal para su victoria, consideró su acceso al poder como una gracia
de Cristo.
Aunque Constantino
demoró en convertirse, pues parece que recibió el bautismo solo cuando estaba a
punto de morir, influyó poderosamente en la marcha de la Iglesia, ya que no
solo le concedió la libertad sino que la apoyó con el fin de utilizarla para
sus propios fines.
Con Constantino comienza
el concepto de unión entre la Iglesia y el Estado. Es justo decir que los
líderes cristianos no se entregaron de pies y manos al Emperador, pero se
vieron en gravísimas dificultades para evitar que se entrometiera en los
asuntos internos de la comunidad eclesial.
Se había descubierto una
nueva forma de poder a la que los cristianos no estaban acostumbrados, y ya
sabemos que el poder deslumbra.
FIN DEL IMPERIO Y
COMIENZO DE UNA NUEVA ERA
Lentamente el Imperio
Romano se fue derrumbando. Aquel poderío de antaño se fue extinguiendo, y poco
a poco los llamados "bárbaros" fueron hostigándolo hasta que, en el
476 llegó a su fin.
Con esto se creó un
vacío de poder que solo la Iglesia podía en cierta forma cubrir. Esto elevó el
poder de los papas, que comenzaron a disfrutar de ciertos poderes temporales,
hasta convertirse, prácticamente, en los jefes de Estado dentro de los
territorios que con el tiempo vinieron a ser los "Estados
Pontificios".
Para evitar perder este
poder y continuar disfrutando de estabilidad e independencia, los pontífices
buscaron la ayuda de príncipes cristianos, con quienes se aliaron en contra de
los enemigos, como ocurrió con los francos, a quienes acudió el papa Esteban
II, yendo personalmente a Francia en 754 para coronar a Pepino el Breve.
Este monarca y, sobre
todo, su hijo Carlomagno, se consideraron protectores del papado, poniendo su
poderío militar al servicio de la Iglesia.
No es cuestión de
adentrarnos en los vericuetos de la historia, pues no habría espacio para ello
en este articulo, sino de recordar algunos hechos que
nos permitan entender como, casi sin darse cuenta,
los líderes de la Iglesia se fueron acercando a los monarcas, casi siempre con
la limpia intención de buscar el apoyo para una justa causa, para tener luego
que pagar caro por tal protección.
LA IGLESIA PERDEDORA
La Historia nos enseña
que cuando las relaciones entre Iglesia y Estado han sido muy estrechas, casi
siempre la primera ha salido perdiendo, pues mientras consolidaba posiciones
materiales o conseguía seguridad para su obra, perdía siempre libertad
evangélica.
Los gobiernos casi nunca
se unieron a la Iglesia para protegerla, sino para sacar partido de una
situación. Esto sucedió en el pasado lejano y también en el cercano.
Por eso, cuando la
Iglesia fue perdiendo influencia, sobre todo a partir de la Reforma
Protestante, que muchos príncipes aprovecharon para ir contra ella, parecía que
todos se vendrían al suelo, sucediendo todo lo contrario.
Con la victoria de los
republicanos en Italia y la pérdida de los Estados Pontificios, que dejaron al
Papa solo como soberano del pequeñísimo Estado Vaticano, podríamos decir que la
Iglesia, a pesar de todo, salió ganando, pues fue cuando logró liberarse, definitivamente,
de ese pesado lastre que la hacía tan vulnerable a la codicia de los poderosos.
¡Bendita separación de
Iglesia y Estado! Pero, por favor, bien interpretada, pues separación no tiene
que significar confrontación. Siempre hay un espacio para la colaboración en
todo lo que sea para el Bien Común.
Arnaldo Bazán