EN LA IGLESIA CABEN TODOS

Padre Arnaldo Bazán

Jesús no fundó su Iglesia para unos pocos seres humanos, sino para todos.

Está bien claro en las Escrituras que El había venido a salvar a toda la humanidad, no solo a los judíos, y que todo aquel que esté dispuesto a convertirse puede participar de su salvación. "Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos". (2 Corintios 5,15).

La conversión no puede ser el efecto de una presión externa, sino de una decisión interior, que solo es capaz de hacer cada persona individualmente. Nadie puede decidir por otro.

Nunca el Señor quiso que sus fieles fuesen obligados a aceptar el Evangelio a la fuerza, sino por la obra del amor.

Al principio, claro está, los primeros llamados fueron los judíos. El propio Jesús reservó su predicación para los miembros del pueblo que había sido elegido por Dios para que fuese el primero en conocerlo.

Pero había llegado la hora, con la venida del Ungido de Dios, el Mesías Jesús, en la que todos serían llamados a la salvación.

LOS JUDÍOS Y LOS OTROS

Junto al pozo de Jacob Jesús se encontró con una samaritana, es decir, una pagana que era descendiente de los que los asirios, que habían conquistado el Reino de Israel, situado en la parte de Palestina llamada Samaria, habían enviado para suplantar a los judios que allí vivían.

A esta mujer Jesús le reveló que si bien la salvación venía de los judíos, llegaba la hora en que todos los adoradores del Padre serían bienvenidos (ver Juan 4,22-24).

Luego, despues de la muerte y resurrección de Jesús, los apóstoles y discípulos fueron a cumplir la Misión que su Maestro les había señalado: "Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mateo 28,19).

Al principio fue difícil a los apóstoles salir a predicar a los paganos. Eran tantos los prejuicios, y hasta los preceptos, que el pueblo judío había recibido para evitar ser arrastrado a la idolatría que practicaban casi todos los demás pueblos, que les costó trabajo poner manos a la obra.

Fue Pedro el primero, y aún él a veces padeció de titubeos. Fue quizás la razón por la que Jesús eligió a un judío recalcitrante, dispuesto a perseguir a sus discípulos por considerarlos miembros de una secta peligrosa, para que se lanzara a predicar el Evangelio a los paganos.

Así aparece en escena Saulo, quien con el nombre de Pablo, es considerado el gran apóstol de los gentiles o paganos. Su conversión llevó a los otros apóstoles y discípulos a dejarse de distinciones y aceptar a todos, judíos o paganos, en la Iglesia de Dios.

LA CONVERSIÓN

Si el Evangelio debía ser predicado a todos, pues Jesús no había muerto por unos pocos, sino para salvación de toda la humanidad, no significa esto que todos debían ser admitidos sin ninguna condición.

Por supuesto que había una, que cada quien debía aceptar si quería ser discípulo de Jesús.

Esta condición fue anunciada ya por su precursor, Juan el Bautista, quien predicaba a los judíos en el desierto. El les decía: "Conviértanse, porque ha llegado el Reino de los Cielos". (Mateo 3,2).

Estas mismas palabras las usaria también Jesús al comienzo de su predicación: "Conviértanse, porque el Reino de los Cielos ha llegado" (Mateo 4,17).

Palabras parecidas usaría Pedro el día de Pentecostés, cuando todos los que recibieron el Espíritu Santo salieron llenos de entusiasmo cantando alabanzas al Señor.

Así habló Pedro: "Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para ustedes y para sus hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro" (Hechos 2,38-39).

El mismo Pedro recibiría la misión de ir a la casa de un pagano, Cornelio, militar de carrera, que mereció que un ángel le dijera que mandara a buscar al apóstol.

Después de escuchar el relato de Cornelio, Pedro comenzó a hablar diciendo: "Verdaderamente comprendo que Dios no tiene acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato" (Hechos 10,34-35).

NO CERREMOS LA PUERTA A NADIE

El que pretenda, pues, querer cerrar la puerta de la Iglesia a los que no comparten sus ideas, o tienen algún impedimento que les hace parecer no aptos para cumplir con sus obligaciones, no está procediendo segun el sentir de Jesús.

Lo único que hay que exigir a cualquiera que desee pertenecer a la Iglesia es poner todo el empeño por seguir a Jesús, lo que significa, desde luego, el esfuerzo sostenido por vivir de acuerdo a sus enseñanzas.

Hoy son muchos los que están escandalizados porque se habla del derecho de los homosexuales a ser miembros de la Iglesia.

¿Quién puede arrogarse el derecho a rechazar a nadie? Porque Jesús no lo hace.

Un homosexual es una persona que, por las razones que sean, siente una atracción por otras del mismo sexo.

¿Es esto su culpa? Ordinariamente no.

Confieso que para mi, que esto ocurra, es un misterio que se ha tratado de explicar de mil maneras, no siempre convincentes.

Pero pese a esto, si un homosexual busca al Señor y lucha por apartarse del pecado, puede vivir la santidad al igual que el heterosexual, que también hace lo mismo.

Si un homosexual viene a mí, sacerdote, para confesar sus pecados, tendré que decirle lo mismo que a un heterosexual que se acerca con el mismo fin: "Arrepiéntete y sigue luchando".

No soy yo nadie para discutir las buenas intenciones de uno y otro. Solo el Señor puede conocer de la sinceridad de cada quien. Solo El sabe de las dificultades que cada uno enfrenta en la búsqueda de la santidad.

A quienes yo, como sacerdote, no podría absolver, es a quien me diga que seguirá haciendo lo mismo y se niegue a luchar para hacer realidad su deseo de conversión, sin distinguir que sea homo u heterosexual.

A nadie se le puede condenar por su orientación sexual. Todos los cristianos somos pecadores que luchamos cada día por ser fieles al Señor.

A nadie cerremos la puerta, pues estaríamos haciendo lo contrario de lo que Dios quiere.

Arnaldo Bazán