PASCUA
DE RESURRECCIÓN
Padre
Arnaldo Bazan
En nuestro idioma
español ocurre algo singular con la palabra Pascua, y es que se usa, en plural,
para designar las fiestas navideñas, mientras que, cuando se refiere a la más
importante de todas las del año se le añade un adjetivo que la califique, para
que no haya confusiones.
Lo correcto debería ser
que llamásemos Navidad a la fiesta del nacimiento de Jesús, como ocurre en los
demás idiomas, y que usemos la palabra Pascua cuando se trata de la celebración
de la muerte y la resurrección de Jesús.
Desde el primer momento
Pascua tuvo una connotación de liberación y tránsito. Fue el pueblo israelita
el que celebró, la noche en que salió de su larga esclavitud en Egipto, la
primera Pascua de la historia.
Esa noche famosa, en que
Dios actuó en favor de su pueblo, se dio el gran paso hacia la libertad, y por
eso era recordada solemnemente, cada año, como la principal fiesta del
calendario israelita. No fue casualidad que, en una fiesta de Pascua, Jesús
entregara su vida y diera cumplimiento al designio salvador del Padre,
realizando, con su muerte y su resurrección, la redención de toda la humanidad.
Si este acontecimiento
tiene lugar en una fiesta de Pascua es porque lo que los israelitas recordaban
no era más que un anticipo o figura de lo que Jesús llevaría a su total
realidad: la verdadera Pascua había llegado.
Si Moisés guió al pueblo de Israel, por mandato expreso del Señor, de
la esclavitud en Egipto a la libertad del desierto, como paso previo para su
instalación en la Tierra Prometida, así Jesús, con su muerte y resurrección -
lo que la Iglesia llama el “misterio pascual” de Cristo -, llevaría a la
humanidad de la muerte en el pecado y la esclavitud del mal a la nueva vida de
la gracia y la libertad de los hijos de Dios, como paso previo a la total felicidad
del Reino, la verdadera “Tierra Prometida”.
Ya en la Última Cena,
llamada así porque sería la última vez que Jesús comiera la cena pascual judía
con sus discípulos, Jesús establece el ritual para la nueva Pascua. Este no
consistiría en comer un cordero asado, sino la carne y la sangre del verdadero
“Cordero de Dios que quitó los pecados del mundo” como fue Jesús señalado por
Juan el Bautista a orillas del río Jordán (ver Juan 1,29).
Este memorial perpetuo,
hasta que El vuelva (1a, Corintios 11,26) es el rito de la Nueva Alianza que
Dios ha establecido con su pueblo, la Iglesia, al que han sido llamados todos
los pueblos de la tierra, a condición de que acepten a Jesús como el verdadero
Mesías Salvador.
Este Jesús, siendo Dios,
no tuvo a menos rebajarse hasta nuestra condición humana, haciéndose obediente
hasta la muerte (Filipenses 2,6-8), siendo engrandecido por el Padre, que lo
resucitó de entre los muertos para que todos tuviésemos, por El, vida eterna.
La Pascua es, pues, la
fiesta del triunfo de Cristo y, con El, de toda la humanidad, sobre la muerte y
el pecado. Por eso Pablo dice: Cristo resucitó de entre los muertos, y resucitó
como primer fruto ofrecido a Dios, el primero de los que duermen. Es que la
muerte vino por un hombre, y por eso también la resurreción
de los muertos viene por medio de un hombre. Todos mueren por ser de Adán, y
todos también recibirán la vida por ser de Cristo (1a. Corintios 15,20-22).
Esta es la razón por la
que la Pascua ocupa el lugar preferencial en todas las fiestas celebradas por
los cristianos. En realidad, lo único que la Iglesia celebra constantemente es
la muerte y la resurrección del Señor, pues por su “misterio pascual” se
realizan en nosotros todas las promesas divinas.
No en balde el pueblo
cristiano ha sentido especial júbilo en la celebración de esta fiesta, que
merece, como ninguna otra, que mutuamente nos felicitemos, ya que gracias a
Cristo podremos llegar a la total y verdadera felicidad.
¿Cómo no alegrarnos
sabiendo que resucitaremos? ¿Cómo no regocijarnos al saber que no estamos
condenados a ser reducidos a la nada, sino que seremos hijos de Dios para
siempre?
ARNALDO BAZÁN