Dos dimensiones de la madurez

P. Fernando Pascual

24-4-2021

 

Entre las dimensiones de la madurez, habría dos de gran importancia. La primera consiste en tener habilidades que faciliten distinguir entre lo verdadero y lo falso. La segunda ayuda a orientar las decisiones hacia lo bueno y a apartarse de lo malo.

 

Estas dos dimensiones se construyen poco a poco. El niño necesita, primero, desarrollar su inteligencia para comprender y distinguir entre objetos, ideas, personas. En un momento de su vida, empieza a captar que hay frases que expresan algo verdadero y otras que contienen falsedades.

 

Al mismo tiempo, el niño aprende a escoger no según el primer impulso, ni según las presiones externas de los mayores. Poco a poco se acerca al momento en el que su mente y su voluntad perciben una acción como buena, y optan por ella; y otra como mala, y deciden no llevarla a cabo.

 

Es fácil percibir que estas dos dimensiones nunca llegan a un perfeccionamiento completo. Los adultos también se equivocan a la hora de pensar, y consideran como verdad lo leído en un periódico, cuando se trata de algo erróneo o incompleto.

 

Al mismo tiempo, los adultos hacen elecciones que los apartan del bien, por ejemplo, cuando optan por una dieta que a la larga perjudica su salud; y otras que los lleva a cometer el mal, como ocurre cuando, para “quedar bien”, se lanzan críticas infundadas contra alguien inocente.

 

Por eso, el camino hacia la madurez está siempre abierto y requiere una atención continua para mejorar los modos de pensar, de analizar los problemas, de leer o escuchar noticias, lo cual ayuda a evitar engaños y a avanzar, aunque sea un poco, hacia la verdad.

 

Requiere, al mismo tiempo, atención a nuestra voluntad, para que pueda liberarse de caprichos e impulsos que llegan a esclavizar a las personas, y para disponerse de la mejor manera posible respecto a todo aquello que se construye desde la bondad, la justicia y la belleza en las acciones.

 

Sobre todo, la madurez ayudará a lograr la meta más importante que tenemos como seres humanos: la de vivir desde el amor a Dios y a los demás, lo cual lleva a la plenitud en el tiempo que ahora vivimos y en la eternidad que nos espera tras la muerte.