Lo que queda del estudio
P. Fernando Pascual
10-7-2021
Largas horas de clases y
lecturas, luego exámenes más o menos exigentes. Termina el tiempo de estudio.
Llegan las notas, tal vez un diploma. ¿Qué queda de todo esto?
Estudiamos matemáticas y
física, geografía e historia, gramática e idiomas extranjeros, literatura e
informática. Pasan los meses y los años. ¿Qué recuerdo, qué uso de todo aquello
que aprendí?
Constatar que olvidamos tantas
cosas de nuestro tiempo de estudiantes, y de lo que luego aprendimos como
adultos en libros o con otras ayudas, puede generar un cierto sentido de
frustración.
Es cierto que, en el fondo de
nuestra mente, permanecen estructuras e ideas, a veces muy escondidas, de lo
que escuchamos y aprendimos en el pasado. Pero también es cierto que muchos
conocimientos nunca vuelven a ser usados, y que algunos que quisiéramos
recordar son casi inasequibles.
Quienes tienen la tarea de
enseñar, sea en los niveles más básicos, sea también en la universidad, no son
ajenos a este problema: ¿para qué tanto esfuerzo por preparar bien clases y por
corregir tareas, si luego mucho va a quedar sepultado en el olvido para cientos
de alumnos?
Podemos plantear la pregunta
con la mirada puesta en lo que permanece, dura, a veces casi hasta el final de
la propia existencia. ¿Por qué unos conocimientos se pierden con cierta
rapidez, y otros quedan casi incrustados en nuestra memoria? ¿Qué ha favorecido
la duración de los segundos?
Entre lo que permanece, hay
dos grandes grupos de conocimientos. En el primer grupo está todo aquello que
usamos continuamente, por ejemplo, palabras del propio idioma, o la tabla de
multiplicar, o ciertas estrategias y atajos para trabajar bien la computadora.
Otros contenidos que duran
mucho son los que aprendimos no solo para un examen y presionados por una
exigencia externa, sino desde intereses personales, que fueron acompañados por
mayor esfuerzo, quizá a través de discusiones en un grupo de estudiantes o con
el mismo profesor.
Reconocer estos dos grandes
grupos podría ayudar, sea a los profesores, sea a los estudiantes, a convertir
el periodo de estudios en una tarea realmente fecunda, capaz de hacer una buena
“cosecha” que permanezca en nuestra memoria por años y años.
Así, por ejemplo, un profesor
que involucra a sus alumnos, que conecta con sus problemas existenciales, que
promueve las discusiones en clase, que estimula a la investigación, permitirá
que esos alumnos graben en sus almas aquello que no solo reciben pasivamente,
sino que experimentan como algo propio desde varias perspectivas.
Los niños, adolescentes y
jóvenes pasan muchos años entre aulas, y vale la pena una reflexión seria y un
esfuerzo bien coordinado para que lo que se les ofrece y lo que buscan llegue a
ser interiorizado y apropiado de modo verdaderamente provechoso, a pesar del
continuo desgaste de la memoria.
Ese es uno de los grandes
retos de la educación de todos los tiempos, también del nuestro: permitir que
sea mucho y bueno lo que queda del estudio, ayudar a los que aprenden a
alcanzar conocimientos que se conviertan en algo realmente significativo para
sus vidas y para las vidas de quienes conviven con ellos.