La noche se hace larga
P. Fernando Pascual
3-11-2021
El pasar de los meses de
pandemia, con sus momentos de mejoras y sus oleadas amenazadoras, deja una
huella en los corazones.
Para un buen número de
personas, el Covid-19 ha provocado heridas profundas, sea por haber padecido la
enfermedad, sea por haber visto sufrir a los seres queridos, sea,
dramáticamente, por la muerte de familiares y amigos, sea por la duración de
cuarentenas preventivas nada fáciles de sobrellevar.
Para casi todos, los meses,
que se hacen cada vez más largos, han significado y significan desajustes
inesperados, que causan cambios de planes y en los estilos de vida,
incomodidades, restricciones, miedo, y un sinfín de consecuencias dañinas.
Si añadimos, además, los
enormes, y todavía no evaluables, daños para la vida económica, el panorama
puede parecer ensombrecedor, sobre todo porque no
sabemos si algún día volveremos a vivir con la paz y la libertad que gozábamos
antes.
A todo ello se suma el
desasosiego que produce constatar cómo algunas medidas impuestas por las
autoridades y asumidas por la gente con la esperanza de llegar a resultados
satisfactorios, en no pocos casos han resultado insuficientes, si es que no han
sido más dañinas que beneficiosas.
Muchos, por ejemplo, esperaron
(y esperamos) que serían encontradas vacunas eficaces que no provocasen graves
daños colaterales, con las cuales pronto se alcanzaría una suficiente seguridad
de grupo ante el coronavirus.
La realidad, sin embargo, ha
mostrado un panorama complejo, al constatar cómo países con un alto índice de
vacunados han sufrido por la llegada de nuevas olas de la epidemia, o cómo
también eran hospitalizados y morían (dicen que en un
porcentaje bajo, pero no por ello tranquilizante) quienes habían recibido
aquellas vacunas que prometían un alto nivel de eficacia.
Sin embargo, las sombras
acumuladas en el horizonte humano desde inicios del año 2020 no pueden
oscurecer tantos gestos de solidaridad, de servicio, de entrega, sobre todo del
personal sanitario (médicos, enfermeros), y de quienes, en la familia y en
otros ámbitos sociales, han dedicado tiempo y energías para servir a los
enfermos.
Como recordaba el Papa
Francisco en la encíclica “Fratelli tutti”, “la
reciente pandemia nos permitió rescatar y valorizar a tantos compañeros y
compañeras de viaje que, en el miedo, reaccionaron donando la propia vida.
Fuimos capaces de reconocer cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por
personas comunes que, sin lugar a dudas, escribieron los acontecimientos decisivos
de nuestra historia compartida: médicos, enfermeros y enfermeras,
farmacéuticos, empleados de los supermercados, personal de limpieza,
cuidadores, transportistas, hombres y mujeres que trabajan para proporcionar
servicios esenciales y seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas
comprendieron que nadie se salva solo” (n. 54).
Además, la pandemia se ha
convertido en una especie de acicate que sirve para romper con visiones
insuficientes, egoístas, cerradas a la verdadera caridad y a la transcendencia,
para descubrir que el sentido completo de la vida se encuentra en un nivel
superior.
“El dolor, la incertidumbre,
el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia, hacen
resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la
organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra
existencia” (“Fratelli tutti”, n. 33).
La noche de la pandemia del
Covid-19 se hace larga. Pero todo creyente sabe que la noche ha sido vencida
por la verdadera aurora de la humanidad: Cristo, después de resucitar del
sepulcro, ha iluminado el mundo entero. Ahora, sentado a la derecha del Padre,
intercede por nosotros.
Desde el cielo, Jesús acompaña a la humanidad en todos y cada uno de los momentos de nuestra historia. También en este periodo difícil en el que, junto a tantos males que siguen entre nosotros, se ha difundido una epidemia que ha mostrado que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la futura” (Hb 13,14).