Dos ingredientes de la
filosofía
P. Fernando Pascual
3-11-2021
Hay diversos modos de hacer
filosofía. En muchos de ellos se encuentran dos ingredientes que le dan un
matiz característico.
El primero, quizá el más
importante, consiste en el radicalismo de las preguntas y de las discusiones.
El segundo, también de gran relieve, lleva a filosofar con otros.
El radicalismo de las
preguntas obliga a muchos filósofos a un descontento y una búsqueda continua.
No basta con responder a las preguntas básicas. Hay que justificar cada
respuesta y “defenderla” ante nuevas preguntas.
Así, al preguntarnos, con
Leibniz y con Heidegger, por qué existe el ser, por qué hay cosas, en vez de
encontrarnos con la nada, no basta con responder de un modo o de otro: cada
respuesta es vulnerable a nuevas preguntas.
Preguntar no significa
cuestionarlo todo por el gusto de poner en dificultades cualquier propuesta. Ya
Platón había notado el peligro de enseñar el arte de las discusiones
filosóficas (dialéctica) a quien lo usa simplemente como juego para poner a
otros en dificultades.
En cambio, preguntar
correctamente, como filósofos bien orientados, implica reconocer que la
realidad es mucho más grande que la mayoría de explicaciones que podamos dar
sobre la misma, y que esas explicaciones están siempre sometidas a nuevos
cuestionamientos.
El radicalismo de las
preguntas y las discusiones desemboca, naturalmente, en el segundo ingrediente
del filosofar humano: hacerlo en diálogo con otros.
Es cierto que muchas veces el
filósofo profesional, o ese filósofo interior que nos caracteriza a todos,
reflexiona y discute consigo mismo, en una especie de diálogo interior que ya
había sido ilustrado por Platón.
Pero ese diálogo interior es,
en buena parte, un reflejo de tantos diálogos exteriores, de tantas discusiones
junto a otros, cuando nos cuestionamos si el mundo tenga sentido, si exista un
Dios que garantice el triunfo del bien, si nuestras almas sean eternas, si lo
justo valga para todos.
La casi totalidad de preguntas
que afronta la filosofía surgen precisamente en ese encuentro cotidiano con
otros, sobre todo cuando descubrimos perspectivas diferentes que no pueden ser
simultáneamente verdaderas, y cuando queremos, seriamente, emprender un camino
que nos acerque a cada uno de los interlocutores hacia una mejor comprensión de
las cosas.
En ese sentido, conserva una
sorprendente actualidad ese verbo griego que, según parece, habría inventado
Aristóteles, y que se explica desde sus largos años en la Academia de Platón: “symphilosophein”, es decir, filosofar con otros, en
compañía.
El filosofar con otros, desde
luego, exige una disciplina, un esfuerzo para expresar de la mejor manera
posible las propias ideas, y para comprender en su sentido más preciso lo que
proponen nuestros interlocutores.
En un mundo donde abundan
teorías y propuestas, algunas muy diferentes o incluso contrapuestas, un sano
ejercicio de la filosofía ayudará no poco a mejorar nuestra comprensión acerca
del mundo en que vivimos.
Ello será posible si
mantenemos esa dimensión de búsqueda, a través de preguntas que han
caracterizado a la filosofía de casi todos los autores; y si las formulamos en
compañía, con quienes anhelan, como nosotros, encontrar buenas respuestas a los
interrogantes que más nos interpelan como seres humanos.