Cuando hablo con Dios
P. Fernando Pascual
29-9-2023
Lo sé: rezar es hablar con
Dios. Pero a veces, cuando intento rezar, parece que me encuentro solo, con mis
ideas, sentimientos, impresiones, cansancios y proyectos.
El rato dedicado a Dios se convierte,
en ocasiones, en una especie de monólogo, donde pasan ante mi corazón hechos y
deseos de todo tipo.
Como explican diversos autores
de vida espiritual, las distracciones pueden convertirse en oración. Sin
embargo, a veces son tan intensas, que mi mente apenas se dirige hacia mi Padre
de los cielos.
¿Cómo afrontar este cúmulo de
imaginaciones y de razonamientos que pasan por mi mente precisamente cuando mi
propósito era el de hablar con Dios?
No hay recetas fáciles. Hace
falta una cierta disciplina, un control continuo sobre aquello que me aparta de
lo “único necesario”, de la “mejor parte” (cf. Lc
10,41-42).
Esa disciplina, ciertamente,
no arregla todo. La oración me pide abrirme a Dios, pero no obliga a Dios a
responder, ni siquiera a consolarme como desearía.
Por eso, muchas veces puedo
llamar a su puerta como un mendigo, casi sin nada entre mis manos, cuando
reconozco que tengo poco amor y demasiado apego a mí mismo.
Dios, lo sé, me mira siempre
como Padre. Conoce mis deseos buenos y mis deseos egoístas. Sabe que en mi alma
hay una lucha que dura desde hace años.
Si consigo serenar mi alma, si
dejo que mi corazón se abra, será posible ese gran milagro de una oración
humilde, confiada, de un hijo que suplica y acepta, que espera y que llama.
Con sencillez haré mías las
palabras del joven Samuel, y repetiré lleno de confianza: “¡Habla, Señor, que
tu siervo escucha!” (cf. 1S 3,10).