Domingo IV Ordinario del ciclo A.
Jesús nos pide que nos convirtamos al Evangelio.
Estimados hermanos, amigos y simpatizantes:
Las lecturas que la Iglesia nos propone para que meditemos en este Domingo
IV del tiempo ordinario, nos sugieren la posibilidad de hacernos la siguiente
pregunta:
¿Qué significa para nosotros la conversión al Evangelio?
El hecho de convertirnos al Evangelio, significa para nosotros un cambio
radical de mentalidad, que, según lo llevamos a cabo, nos ayuda a adaptarnos al
cumplimiento de la voluntad de nuestro Padre común. A pesar de que la
grandeza del amor del Dios Uno y Trino es ilimitada, sucede que para nosotros
es difícil el hecho de vivir continuamente dispuestos a obedecer a nuestro
Creador.
¿Qué imagen de Dios tenemos?
Mientras que muchos de nuestros hermanos ven en Dios a un Padre de quien
se acuerdan cuando le necesitan y se olvidan de El cuando se sienten felices,
otros ven en Dios a un Juez terrible e implacable, de quien piensan que sólo vive
para castigar su imperfección. Es necesario que no nos rijamos por ninguno de
los extremos citados, y que pensemos que, de la misma manera que no
debemos abusar de la ilimitada bondad de nuestro Santo Padre, la justicia divina
ha de llevarse a cabo, tanto para que el Dios Uno y Trino sea glorificado, como
para que, quienes han sufrido y sufrirán persecuciones por causa de su fe, y
todos los maltratados injustamente a lo largo de la historia de la humanidad,
encuentren una respuesta satisfactoria, que les haga comprender, que sus
sufrimientos no han sido inverosímiles.
Si queremos evitar dejar a medias el proceso de nuestra conversión a Dios,
debemos acoger la llamada que el Señor nos hace, con toda la radicalidad
característica de la misma.
¿Cuál es el momento de nuestra vida apropiado para que abracemos la fe que
nos caracteriza?
Dado que a lo largo de los años que vivimos, siempre tenemos cosas que
hacer, este es el preciso momento en que hemos de acoger la llamada que el
Señor nos hace, con toda la radicalidad característica de la misma. Si en este
instante en que leemos esta meditación no nos entregamos al cumplimiento de
la voluntad de nuestro Padre común, porque nos dejamos llevar por nuestras
circunstancias vitales, nos exponemos a perder la oportunidad de alcanzar la
plenitud de la felicidad, porque, a nuestro juicio, siempre tendremos razones lo
suficientemente equilibradas, como para evitar el hecho de entregarle nuestro
corazón al Dios que tanto nos ama.
Muchos de mis lectores me escriben diciéndome que no tienen tiempo para
perfeccionar su conocimiento de Dios, porque tienen que dedicarle muchas horas
a su trabajo. Sé que muchos pobres y minusválidos no tienen más remedio que
emplear toda su fuerza física y mental para conservar su trabajo, pues,
desgraciadamente, por su situación, si pierden el empleo, se exponen a la
pobreza, pero a pesar de ello, quienes quieran conservar su fe, porque sientan
que Dios forma parte de su existencia, ¿cómo no le dedicarán unos minutos al
día tanto a la oración, como a la lectura pausada de la Biblia?
En el libro del Eclesiastés, leemos:
"Dulce el sueño del obrero, coma poco o coma mucho; pero al rico la hartura
no le deja dormir. Hay un grave mal que yo he visto bajo el sol: riqueza
guardada para su dueño, y que solo sirve para su mal, pues las riquezas perecen
en un mal negocio, y cuando engendra un hijo, nada queda ya en su mano.
Como salió del vientre de su madre, desnudo volverá, como ha venido; y nada
podrá sacar de sus fatigas que pueda llevar en la mano" (Eclesiastés, 5, 11-14).
Si nuestra conversión al Evangelio es completa, le permitimos a Dios que
llegue a ser el centro de nuestra vida, pues, Jesús, -nuestro Hermano y Señor-,
nos dice:
"«No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz,
sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su
madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que
conviven con él. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su
vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará." (MT. 10, 34-39).
¿Cómo es posible que Dios nos exija que le amemos más que a nuestros
familiares?
Dado que nuestro Padre común es la personificación de la plenitud del amor,
solo si le dejamos que llegue a ser el centro de nuestra vida, podremos aspirar a
ser sus imitadores, para que se cumplan en nosotros, las siguientes Palabras del
Apóstol:
"Sois hijos amados de Dios. Procurad pareceos a él" (EF. 5, 1).
La necesidad de convertirnos a Dios, puede ser comprendida, y vista con gran
urgencia, si consideramos que, el Reino de Dios, en vez de ser la utopía en que
piensan quienes se sienten fracasados, es una realidad que nuestro Santo Padre
extiende por el mundo, de la misma manera que, una semilla muy pequeña,
como el grano de mostaza, llega a florecer, y a crecer considerablemente, sin
que apenas reparemos en ello.
Jesús, nos dice:
""El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "Vedlo aquí o allá",
porque el Reino de Dios ya está entre vosotros"" (CF. LC. 17, 20-21).
¿Qué pruebas tenemos de que el Reino de Dios está entre nosotros, y de que
somos miembros del mismo?
La historia de la Iglesia, marcada por la práctica del bien, el efecto del pecado,
y las huellas de las persecuciones que ha sufrido la institución de Jesucristo, es
una prueba de que el Reino de Dios está entre nosotros, así pues, si queremos
sentirnos integrados en el Reinado de Dios, debemos experimentar la plenitud
de la salvación, al mismo tiempo que debemos esforzarnos en que nuestros
prójimos también experimenten la glorificación divina.
Es verdad que la plenitud de la dicha solo será alcanzada por nosotros cuando
Dios extermine las miserias que actualmente azotan a la humanidad, pero, a
pesar de ello, en los minutos que leemos esta meditación, podemos sentir la
salvación divina, una dádiva que experimentamos por la fe que nos caracteriza,
una realidad de carácter sobrenatural, que, para que podamos sentir
verdaderamente que la experimentamos, requiere que tengamos la luz y los
medios necesarios para solventar nuestras dificultades actuales.
Pidámosle a nuestro Padre común que nos conceda medios y sabiduría para
que, el exterminio del hambre en el mundo, sea un símbolo de la abundancia
característica de su Reino.
Pidámosle a nuestro Padre común que nos dé sabiduría y medios para trabajar
por la extensión de su Palabra y la culturización de los más indefensos de este
mundo.
Pidámosle a Dios que nos haga caritativos y así podamos evitar el aislamiento
de quienes viven en la más profunda soledad.
Pidámosle a Dios que no permita que nos dejemos arrastrar por el concepto
erróneo que nos induce a valorarnos por las posesiones que tenemos, y no por
la clase de personas cristianas que somos.
Pidámosle a Dios que nos conceda la sencillez de los niños y la sabiduría de los
adultos en la fe, para que así podamos integrarnos en su Reino de amor, paz y
justicia.
La conversión al Señor, nos exige que pongamos todos nuestros bienes
materiales y espirituales al servicio de la realización de la obra de Dios. Cuanto
mayor sea nuestra entrega al cumplimiento de la voluntad del Creador del
universo, mayor será la satisfacción que tendremos de haber hecho el bien.
El Evangelio que meditamos en esta ocasión (MT. 5, 1-12), está caracterizado
por la esperanza que deben tener los pobres y débiles en que nuestro Padre
común concluya el cumplimiento de sus promesas. A quienes apenas tienen lo
estrictamente necesario para vivir, y a quienes carecen de fuerzas para
mantenerse vivos, Jesús, en el Evangelio de hoy, les dice que su permanencia
en el Reino de Dios es un regalo divino, pero, al mismo tiempo, también es la
tarea de construir una sociedad justa, en la que todos ellos, en conformidad con
su realización personal, constaten el continuo crecimiento de su fe. Recordemos,
-estimados hermanos, amigos y simpatizantes-, los siguientes textos bíblicos:
"¡Dichoso el hombre que resiste la prueba! Una vez acrisolado, recibirá como
corona la vida que el Señor tiene prometida a los que le aman" (ST. 1, 12).
"Que no en vano lo que en Dios parece absurdo, aventaja, con mucho, al
saber de los hombres, y lo que en Dios parece débil, es más fuerte que la fuerza
de los hombres. Basta con que os fijéis en cómo se ha realizado ahí el
llamamiento de Dios; cómo no abundan entre vosotros los considerados sabios
por el mundo, ni los poderosos, ni los aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido
lo que el mundo tiene por necio, para poner en ridículo a los que se creen
sabios; ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para poner en ridículo a los
que se creen fuertes; ha escogido lo humilde, lo despreciable, lo que no cuenta a
los ojos del mundo, para anular a quienes piensan que son algo. De este modo,
ningún mortal se atreverá a endiosarse. A vosotros Dios os ha injertado en
Cristo Jesús, que se ha convertido a su vez, para nosotros, en sabiduría, en
fuerza salvadora, santificadora y liberadora. Así que, como dice la Escritura, si
de algo hay que presumir, que sea de lo que ha hecho el Señor" (1 COR. 1, 25-
31).
Los pobres deben evitar el hecho de dejarse arrastrar por la ambición
desmedida que puede hacerles desear tener la oportunidad de aplastar a
quienes pueden estar empobreciéndoles, y desear hacer todo lo que esté a su
alcance, para concluir la instauración del Reino de Dios entre nosotros, una
sociedad en la que no existirán clases marginales.
Jose Portillo