TIERRA SANTA – OTRA VEZ Y NO SERÁ LA ÚLTIMA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hace años, exactamente en 1981, me encontré en Ain-Karen, con un grupo de
cristianos de Valencia. Gozábamos de la hospitalidad franciscana, acogidos por el
P.Cueto, un buen fraile, con cinco infartos a cuestas. Añoraba su Argentina
natal, pero le satisfacía acoger peregrinos. Uno de los nuestros era médico y tal
vez esta circunstancia tranquilizaba su precaria salud. No podían aprovecharse
de los frutos del jardín y se alegraban de que nosotros gustásemos las sensuales
granadas que reventaban de pura madurez. Amén de las parras que nos ofrecían
sus racimos, a veces de cinco kilos, como nos decía Fra. Ovidio. Aquello era la
Tierra Prometida.
Uno de los males de ciertos cristianos de nuestra amadísima Iglesia, es que se
aglutinan en inventos, fundaciones o movimientos no miscibles, respaldados en
la seguridad de que han sido reconocidos sus estatutos por la autoridad
jerárquica. Hasta aquí casi conforme. Lo malo es que la mayoría de estos grupos
y grupitos, quieren sentirse superiores a los demás o exclusivos conductos para
llegar a Dios. La cosa viene de antiguo, San Pablo ya lo advertía a los de
Corinto. Pues bien, en Tierra Santa, es difícil sentir exclusivismo. Se celebra la
misa a la hora que se puede, o a la que asignan. Nadie cierra la puerta con la
pretensión de que la misa sea “su misa”, sin que nadie se lo impida. El más
recoveco rincón de la basílica del Santo Sepulcro, la capilla de los cruzados, no
es exclusivo de ninguna asociación.
Los obispos, al menos los que yo he tratado, y han sido unos cuantos, son un
encanto allí. ¿Quién se atrevería a ejercer autoritarismos, en los paisajes todavía
teñidos de la presencia del Señor? Lo que importa es descubrir la huella del
Maestro y no dudan de preguntar y aceptar con humildad y agradecimiento, las
indicaciones que le puede proporcionar el más sencillo fiel. Lo experimenté
especialmente un día, junto al Guijón, abriendo el paso a un obispo argentino,
que disponía de muy poco tiempo y quería beberse de un solo trago los
panoramas que tantas veces había contemplado Jesús. La vereda era estrecha y
se olvidaban normas de protocolo, los promontorios de la izquierda, la misma
fuente que había visto la unción imperial de Salomón, la suave elevación de Sión
al frente, el Templo que se levantaba a la derecha, era lo que importaba. Ni
honores especiales, ni privilegios. En otro momento fue un antiguo obispo de
Alepo, me contaba satisfecho haber socorrido al Papa Pablo VI, cuando resbaló
en una escalera que le llevaba a la estancia de un enfermo al que iba a visitar.
Él, un simple párroco, le alargó la mano salvándole de un peligroso golpe.
Sonreía el prelado, al entregarme una fotocopia del momento, captado por un
periodista, mientras me obsequiaba con una sencilla imagen de la Virgen. Podría
contar comportamientos semejantes aun tratándose de peninsulares.
Vuelvo a los valencianos del principio. Estaban reunidos escuchando una lección
bíblica. Comentaba el profesor el pasaje del fugitivo Elías en el Sinaí. Estaba con
ellos, aceptado como si fuéramos amigos de toda la vida. Me atreví a
preguntarle a quien tenía al lado, porqué se había gastado el dinero del viaje,
cuando lo mismo lo podía escuchar en su ciudad. Me contestó que era viajante
de comercio y que difícilmente podía allí concentrarse, aislarse de sus devaneos
profesionales y profundizar en la Palabra de Dios. En Tierra Santa le era mucho
más fácil profundizar, sin distraerse. Pensaba en ello, cuando en mi reciente
viaje, Ronit, la guía, no se limitaba a decir: en esta piedra ocurrió esto, en aquel
rincón lo otro. Mostraba el lugar y, con lenta serenidad, trasmitía con su voz, el
lenguaje mudo del monumento. Las piedras entonces hablaban y el oyente
reflexionaba.
A Tierra Santa hay que ir no a ver mucho, sino a aprender mucho. Y si uno se
cree peregrino, a convertirse. Si solo viajero religioso, a entender mejor.