ENCUENTRO DOMINICAL-(II)
Padre Pedrojosé Ynaraja
El vocablo misa tiene un incierto origen, se funda en la antigua fórmula de
despedida: ite misa est. Hay que tener en cuenta que, en sus inicios, la comunidad
cristiana continuaba reuniéndose en el Templo para la oración. El primer día de la
semana, que pasó pronto a llamarse domingo, o día del Señor, se encontraba en
algún recinto donde cupieran todos los miembros. Cenaban juntos lo que se traían
y concluían con la “fraccin del pan”, de acuerdo con el mandato del Seor.
Pasaron los años, o los siglos, y la asamblea se reunía en iglesias (antes lo había
hecho en cementerios, junto a sepulcros de mártires) es frecuente todavía
encontrar vestigios de estos encuentros. Alrededor del edificio, se extendía el
cementerio y ante la entrada una protección del sol, viento o lluvia. El cristiano
salía de su casa camino del encuentro dominical y lo primero que encontraba era
las tumbas de sus antepasados. Se detenía y rezaba. Eran momentos en los que el
fiel se situaba ante lo Trascendente, ante lo Eterno, pero no en abstracto, sino muy
íntimamente relacionado con los que habían acompañado parte de su vida. No es
humor negro, decir que todavía puede uno encontrarse con lugares semejantes,
que respiran un encanto especial. Atractivo derivado de la Fe que expresan las
inscripciones y adornos de las tumbas. Me estoy refiriendo a sencillos espacios
alrededor de iglesitas rurales, perdidas por llanos o montañas. No puede uno
escaparse del interrogante religioso que trasmiten (quiero ignorar suntuosos
panteones).
Franqueado el sector se encontraba el fiel con sus convecinos que, como él, iban a
asistir al culto dominical. Se comentaban las penas y alegrías. Se vivía la
solidaridad, el amor caritativo, se compartían las noticias, en aquellos tiempos que
no existían medios de comunicación social. Se charlaba con el párroco, que
comúnmente estaba acompañado por un monaguillo, pronto a tocar las campanas,
las tres veces de rigor. Donde yo nací, Pozaldez, la estación del ferrocarril estaba
alejada del pueblo, no era muy común que los ferroviarios fueran gente de misa,
los míos sí lo eran y debido a ello gozaron de su predilección. El buen párroco,
cuando veía que doblaban una esquina, le decía al ayudante: toca las tres, que ya
llega el jefe. Existían costumbres que afianzaban esta convivencia cristiana. La
primera vez que salía de casa la mujer que había dado a luz, llevaba como ofrenda
un pan, al solicitar la bendición. Ciertas familias, ahora no me refiero ya a mi
pueblo, tenían por costumbre obsequiar al sacerdote en días señalados con un
pollo, que, si se trataba de gente acomodada, era un capón. O en otros, era una
cata del cerdo que habían matado. Estos encuentros, reposados y espontáneos,
eran caldo de cultivo, en el que germinaba el amor, que maduraría el día de la boda
y fructificaría en los bautizos, actos no exclusivos de la familia, ya que participaban
toda la chiquillería, que pedía y exigía a gritos, que el padrino les echara anises.
No son recuerdos o evocaciones nostálgicas. Jesús lo había dicho: DONDE ESTÁN
DOS O TRES REUNIDOS EN MI NOMBRE, ALLÍ ESTOY YO EN MEDIO DE ELLOS
(Mt.18,20)
ESTE ENCUENTRO INICIAL, VIVIDO ASÍ, ES UNA COMUNIÓN REAL CON EL CRISTO
MÍSTICO. Vale, pues, la pena, acudir a misa, pese a que, por irregularidades
personales, uno no comulgue con el Cristo Eucaristía. Siempre repito que la misa
empieza, cuando dos cristianos se encuentran, porque es domingo.
Padre Pedrojosé Ynaraja