Domingo IX del tiempo Ordinario.
¿Por qué debemos creer en Jesús?
Estimados hermanos y amigos:
En el Evangelio de hoy, leemos:
"«Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será
como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca: cayó la lluvia, vinieron
los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa; pero ella
no cayó, porque estaba cimentada sobre roca. Y todo el que oiga estas palabras
mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su
casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos,
irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina"" (MT. 7, 24-27).
Veamos, a través de los siguientes versículos bíblicos, algunas características
de la fe, de la que leemos en la Carta a los Hebreos:
"Por la fe vivimos convencidos de que existen los bienes que esperamos y
estamos ciertos de las realidades que no vemos" (HEV. 11, 1).
Cuando Job perdió a sus hijos y sus riquezas, aconteció lo expresado en los
siguientes versículos bíblicos:
"Entonces Job se levantó, rasgó su manto, se rapó la cabeza, y
postrado en tierra, dijo:
«Desnudo salí del seno de mi madre,
desnudo allá retornaré.
Yahveh dio, Yahveh quitó:
¡Sea bendito el nombre de Yahveh!»
En todo esto no pecó Job, ni profirió la menor insensatez
contra Dios...
Entonces su mujer le dijo: «¿Todavía perseveras en tu
entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!"
Pero él le dijo: «Hablas como una estúpida cualquiera. Si
aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?» En todo
esto no pecó Job con sus labios" (JB. 1, 20-22. 2, 9-10).
La situación de Job era muy dramática. En un tiempo demasiado corto como
para asimilar lo que para cualquier persona sería una desgracia, no solo quedó
sumido en la miseria, sino que perdió a sus siete hijos y a sus tres hijas. ¿Qué
haríamos nosotros si tuviéramos que afrontar una situación tan desesperada?
Job, aunque no comprendía la razón por la que sufría, -recordemos que el
significado del dolor no fue conocido hasta que se les enseñó a los cristianos a
vincular sus padecimientos con la Pasión de Nuestro Señor-, tomó la firme
resolución de no desconfiar de Yahveh, el Dios que, después de que concluyera
el tiempo de su prueba, le concedió otros diez hijos, y una gran cantidad de
riquezas.
La vivencia de Job que hemos recordado brevemente, nos recuerda que la fe
debe ser para nosotros un sinónimo de seguridad absoluta. Aunque durante esta
vida tengamos que afrontar y confrontar dificultades, debemos evitar el hecho
de olvidar que, todo lo que nos sucede, redunda en nuestra consecución de la
salvación, si ello no nos impide perder la fe, y, por tanto, nos ayuda a crecer
como personas cristianas.
Jesucristo, -nuestro Abogado celestial, que intercede ante el Padre por
nosotros-, está en el cielo.
"Ahora todavía está en los cielos mi testigo,
allá en lo alto está mi defensor" (JB. 16, 19).
Aunque vivamos pruebas difíciles de soportar, no olvidemos que las mismas
tienen un significado trascendental para nuestro crecimiento espiritual, el cual
nos será desvelado por el mismo Dios.
"Yahveh es mi luz y mi salvación,
¿a quién he de temer?
Yahveh, el refugio de mi vida,
¿por quién he de temblar?
Cuando se acercan contra mí los malhechores (mis dificultades) a devorar mi
carne,
son ellos, mis adversarios y enemigos,
los que tropiezan y sucumben.
Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no teme;
aunque estalle una guerra contra mí,
estoy seguro en ella.
Una cosa he pedido a Yahveh,
una cosa estoy buscando:
morar en la Casa de Yahveh,
todos los días de mi vida,
para gustar la dulzura de Yahveh
y cuidar de su Templo.
Que él me dará cobijo en su cabaña
en día de desdicha;
me esconderá en lo oculto de su tienda,
sobre una roca me levantará...
Espera en Yahveh, ten valor y firme corazón,
espera en Yahveh" (SAL. 27, 1-5. 14).
Si la fe es nuestra seguridad de que Dios no nos va a desamparar, no
podemos vivir como si careciéramos de esta virtud vital. Veamos un fragmento
de la destrucción de las ciudades de la Pentápolis, causada por los pecados que
cometían los habitantes de las mismas.
"Al rayar el alba, los ángeles apremiaron a Lot diciendo:
«Levántate, toma a tu mujer y a tus dos hijas que se
encuentran aquí, no vayas a ser barrido por la culpa de la
ciudad."
Y como él remoloneaba, los hombres le asieron de la mano lo
mismo que a su mujer y a sus dos hijas por compasión de
Yahveh hacia él, y sacándole le dejaron fuera de la ciudad.
Mientras los sacaban afuera, dijo uno: «¡Escápate, por vida
tuya! No mires atrás ni te pares en toda la redonda. Escapa al
monte, no vayas a ser barrido."
Lot les dijo: «No, por favor, Señor mío.
Ya que este servidor tuyo te ha caído en gracia, y me has
hecho el gran favor de dejarme con vida, mira que no puedo
escaparme al monte sin riesgo de que me alcance el daño y la muerte.
Ahí cerquita está esa ciudad a donde huir. Es una pequeñez.
¡Ea, voy a escaparme allá -¿verdad que es una pequeñez?- y
quedaré con vida!"
Díjole: «Bien, te concedo también eso de no arrasar la
ciudad que has dicho.
Listo, escápate allá, porque no puedo hacer nada hasta que no
entres allí.» Por eso se llamó aquella ciudad Soar.
El sol asomaba sobre el horizonte cuando Lot entraba en Soar.
Entonces Yahveh hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y
fuego de parte de Yahveh.
Y arrasó aquellas ciudades, y toda la redonda con todos los
habitantes de las ciudades y la vegetación del suelo.
Su mujer miró hacia atrás y se volvió poste de sal" (GN. 19, 15-26).
Los ángeles citados sacaron a Lot y a sus familiares de Sodoma, porque Dios
sentía compasión por ellos. Supongamos que vivimos el incendio de la ciudad o
del pueblo en que vivimos. ¿Cómo reaccionaríamos si apenas nos dieran unas
cuantas horas para recoger nuestras pertenencias más necesarias y tuviéramos
que huir?
Aunque los ángeles sabían que Job y sus familiares podrían esconderse en los
montes cercanos, no dudaron en concederle a Lot la ciudad de Soar, porque, el
sobrino de Abraham, tenía fe en Dios. La fe es una virtud teologal, -es decir, que
la recibimos de Dios y nos conduce a la presencia de nuestro Santo Padre-, que
nos permite ganar el corazón de la Divinidad Suprema.
La mujer de Lot se convirtió en estatua de sal, porque desobedeció el precepto
de no volver la cabeza para mirar el incendio de las ciudades de la Pentápolis. Es
comprensible el deseo que la mujer del sobrino de Abraham tuvo de mirar por
última vez los restos de la ciudad en que había vivido, de la misma manera que
también lo son, nuestro deseo de recordar los días del pasado en que éramos
felices, y nuestra obstinación de vivir pensando en las circunstancias que nos
han hecho sufrir. Si nos obstinamos en vivir encerrados en los recuerdos del
pasado, no viviremos el presente, y nos negaremos a vivir positivamente el
futuro. No olvidemos que nuestra fe nos ayuda a vivir el futuro con esperanza,
aunque el mismo parezca incierto. Recordemos que, de la misma manera que la
mujer de Lot se convirtió en poste de sal, si no vivimos de la fe que decimos que
profesamos, nos perderemos la dicha de sentirnos amados por Dios.
Recordemos el caso de Noé.
"Por la fe, Noé tomó en serio el anuncio divino sobre cosas que aún no se
veían y construyó un arca que sirvió para salvar a su familia. Fue su fe la que
puso en evidencia al mundo incrédulo que le rodeaba y la que le dio derecho a
heredar la salvación que se obtiene por medio de la fe" (HEB. 11, 7).
Imaginemos el ridículo que debieron hacer en su tiempo Noé y sus familiares
construyendo el arca en que se libraron de morir bajo los efectos del diluvio
universal, para compararlo con el que hacemos nosotros, en medio de un mundo
incrédulo, perdiendo el tiempo que muchos utilizan egoístamente, para poder
aumentar el número de quienes vivirán en la presencia de nuestro Padre común.
Aunque cuando leemos el relato del diluvio universal tenemos la sensación de
que los hechos del mismo acaecían en espacios de tiempo muy breves, ello no
sucedió así. De la misma forma que Noé tardó varias décadas en construir la
citada arca, nuestra espera de la conclusión de la instauración del Reino de Dios
en la tierra, también se percibe muy larga. Por otra parte, si el tiempo de la
construcción del arca tuvo sinsabores, más difícil de soportar fue el año lunar
durante el que se prolongó el diluvio universal, un tiempo lo suficientemente
largo como para que, tanto Noé como sus familiares, perdieran la esperanza de
volver a pisar la tierra.
Recordemos el caso de la curación de una niña, que una mujer logró, por la
grandeza de su fe.
"Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto,
una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten
piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada.» Pero
él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban:
«Concédeselo, que viene gritando detrás de nosotros.» Respondió él: «No he
sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Ella, no
obstante, vino a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!» El respondió:
«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos.» «Sí, Señor -
repuso ella-, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la
mesa de sus amos.» Entonces Jesús le respondió: «Mujer, grande es tu fe; que
te suceda como deseas.» Y desde aquel momento quedó curada su hija" (MT.
15, 21-28).
Los discípulos querían que Jesús favoreciera a la mujer que les avergonzaba
porque corría detrás de ellos gritando, pues, hasta quienes estaban casados, se
avergonzaban de hablar con sus mujeres en la calle. Por su parte, con tal de
probar la fe de la desesperada mujer, Jesús la llamó "perrito", dulcificando la
palabra "perro", con que sus hermanos de raza denominaban a los extranjeros,
por causa de las invasiones que habían vivido a lo largo de la historia del pueblo
de Dios.
Dado que la citada cananea apeló a la bondad de Jesús, -el único recurso que
tenía para ver a su hija restablecida de su enfermedad-, nuestro Salvador,
después de ser desalmado, accedió a concederle el deseo que le pidió. Al
meditar este relato, comprendemos que la fe es una especie de tabla de
salvación, a la que nos aferramos cuando lo hemos perdido todo, o cuando,
después de perder la esperanza de alcanzar la felicidad, sujetamos fuertemente,
antes de sentirnos derrotados.
El centurión cuyo siervo fue curado por la grandeza de su fe, no solo nos
demuestra la importancia de esta virtud, sino que también nos ayuda a valorar
la humildad.
"Al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor,
mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos.» Dícele Jesús: «Yo
iré a curarle.» Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi
techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también
yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: "Vete",
y va; y a otro: "Ven", y viene; y a mi siervo: "Haz esto", y lo hace.» Al oír esto
Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no
he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de
oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el
reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las
tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.» Y dijo Jesús al
centurión: «Anda; que te suceda como has creído.» Y en aquella hora sanó el
criado" (MT. 8, 5-13).
En el relato que estamos considerando superficialmente, Jesús dijo que,
mientras que muchos judíos, -miembros del primer pueblo de Dios-, serían
condenados en el juicio final por su negación a tener fe, muchos paganos,
(extranjeros), serían salvos, por su aceptación del Evangelio.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a nuestro Padre común que,
mientras esperamos la completa instauración de su Reino entre nosotros, no
perdamos la fe que nos caracteriza.
"Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad,
que en ti se cobija mi alma;
a la sombra de tus alas me cobijo
hasta que pase el infortunio" (SAL. 57, 2).
(Texto de José Portillo Pérez y María Dolores Meléndez Ortega.).