Miércoles de ceniza, ciclo A.
Estudio bíblico sobre la oración.
Estimados hermanos y amigos:
Hoy, la Iglesia, concluye la primera parte del Tiempo Ordinario, para empezar
a preparar a sus hijos, a vivir la Pascua de Resurrección. Todos sabemos que
esta preparación, que para muchos de nuestros hermanos está marcada por el
dolor del pecado, la impotencia de la observación de su imperfección y la fatiga,
es imprescindible para que podamos convertirnos plenamente a Dios. La Iglesia
nos insta a que no dejemos de lado el ayuno, la penitencia y la oración, para que
podamos alcanzar nuestro propósito.
¿De qué debemos abstenernos durante la Cuaresma? Debemos evitar todo
incumplimiento de la voluntad de nuestro Padre común, por consiguiente, San
Pablo, nos dice:
"Y como cooperadores suyos (de Dios) que somos, os exhortamos a que no
recibáis en vano la gracia de Dios. Pues dice él: En el tiempo favorable te
escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora el momento favorable;
mirad ahora el día de salvación" (2 COR. 6, 1-2).
La Cuaresma es el tiempo favorable en que hemos de evitar el hecho de
rechazar la gracia divina, para que así podamos convertirnos al Evangelio de
salvación. Ya que tenemos la oportunidad de ayunar de realizar las obras
contrarias a la voluntad del Dios Uno y Trino, ayunemos también de alimentos
excesivamente costosos, seamos humildes a la hora de alimentarnos, para que
así podamos socorrer a nuestros hermanos carentes de dádivas materiales, en
atención a las palabras del Apóstol:
"Pues si hay prontitud de voluntad es bien acogida con lo que se tenga, y no
importa si nada se tiene. No que paséis apuros para que otros tengan
abundancia, sino con igualdad" (2 COR. 8, 12-13).
Si socorremos a los necesitados, imitaremos a nuestro glorioso Señor
Jesucristo.
"Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico,
por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2
COR. 8, 9).
A través de la penitencia, le pedimos a Dios que nos ayude a desear y
conseguir la perfección que anhelamos, con el fin de que podamos vivir en su
presencia, cuando la tierra sea su Reino.
En la profecía de Oseas, leemos:
"Porque yo quiero amor, no sacrificio,
conocimiento de Dios, más que holocaustos" (OS. 6, 6).
Jesús utilizó la siguiente consigna cuando inició su Ministerio público:
"«El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed
en la Buena Nueva"" (MC. 1, 15).
¿Cuál es nuestra visión de la penitencia? Si el hecho de perfeccionarnos puede
ser difícil, no hemos de pensar que ello es sumamente doloroso e imposible, y
mucho menos debemos pensar en abandonar este propósito la tarde del Viernes
Santo, por consiguiente, tengamos presente que es bueno el hecho de que le
agradezcamos a Dios las oportunidades que nos da, a fin de que podamos vivir
en su presencia. Tenemos defectos porque somos humanos, y, cuantas veces
fracasemos, igual número de oportunidades tendremos de levantarnos y de
iniciar la actividad gradual de perfeccionarnos, sin prisa, pero, sin pausa. La
conversión es un periodo gradual de perfeccionamiento que se prolonga desde
que Dios nos llama a vivir en su presencia durante todos los días de nuestra
vida, por consiguiente, no evitemos el hecho de desear alcanzar la perfección
que nos es necesaria para acercarnos a nuestro Padre común, plenamente
purificados.
Cuanto mayores sean las dificultades que tengamos que superar, mayor debe
ser la seguridad de que Dios está con nosotros. ¿Creemos que no podemos
solventar nuestros problemas? Aunque puede sucedernos que algunas de las
dificultades que tenemos sean vitales, no debemos pensar que no podemos
soportarlas, porque, si Dios permite que las suframos, ello es porque El sabe
sobradamente que podemos sobrellevar las mismas, de hecho, San Pablo, les
escribió a los cristianos de Corinto:
"Hasta ahora, ninguna prueba os ha sobrevenido que no pueda considerarse
humanamente soportable. Por lo demás, Dios es fiel y no permitirá que seáis
puestos a prueba más allá de vuestras fuerzas; al contrario, junto con la prueba
os proporcionará también la manera de superarla con éxito" (1 COR. 10, 13).
A pesar de que hemos meditado superficialmente sobre el ayuno que Dios
desea que practiquemos y sobre los beneficios de la penitencia y el dolor,
meditemos con mayor amplitud el tema de la oración. Fijaos, -estimados
hermanos y amigos-, lo importante que es la oración, que, sin temor a
equivocarnos, podemos decir que, quienes no oran, o tienen una fe muy débil, o
no quieren, o no pueden, creer en nuestro Padre y Dios, de quien leemos en el
primer libro de las Crónicas:
"Tuya, oh Yahveh, es la grandeza, la fuerza, la magnificencia,
el esplendor y la majestad; pues tuyo es cuanto hay en el
cielo y en la tierra. Tuyo, oh Yahveh, es el reino; tú te
levantas por encima de todo.
De ti proceden las riquezas y la gloria. Tú lo gobiernas todo;
en tu mano están el poder y la fortaleza, y es tu mano la que
todo lo engrandece y a todo da consistencia" (1 CRO. 29, 11-12).
Los cristianos no oramos con tal de perder el tiempo, pues conservamos esta
práctica, porque sabemos que Dios escucha nuestras oraciones, por
consiguiente, San Juan Evangelista, nos dice en su primera Carta:
"Estamos seguros de que, si algo pedimos a Dios tal y como él quiere, nos
atiende" (1 JN. 5, 14).
Pensemos, -hermanos y amigos-, que, para que Dios atienda nuestras
oraciones de petición, no podemos pedirle dádivas de cualquier manera, sino
atendiendo al beneplácito de su voluntad. Yo creo que en el mundo no existe ni
un solo creyente que haya orado sin obtener negativas de Dios, las cuales están
justificadas por motivos que la mayoría de las veces no podemos comprender,
dado que a veces nuestro Santo Padre no juzga oportuno concedernos lo que le
pedimos porque sabe que ello puede perjudicar nuestra fe, y porque El tiene
predestinado el tiempo en que nos va a beneficiar, cuando seamos receptivos a
su Palabra. Esta es la causa por la que San Pedro nos dice:
"De cualquier modo, queridos hermanos, hay una cosa que no debéis olvidar:
que, para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día. No es que
el Señor se retrase en cumplir lo prometido, como algunos piensan; es que tiene
paciencia con vosotros, y no quiere que ninguno se pierda, sino que todos se
conviertan" (2 PE. 3, 8-9).
"Y por eso, para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue
dado un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no
me engría. Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero
él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la
flaqueza». Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis
flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en
mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las
angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy
fuerte" (2 COR. 12, 7-10).
Aunque Dios escucha todas nuestras oraciones, solo atiende las peticiones de
quienes son íntegros de corazón.
"Yahveh abomina el sacrificio de los malos;
la oración de los rectos alcanza su favor" (PR. 15, 8).
"El que aparta su oído para no oír la ley,
hasta su oración es abominable" (PR. 28, 9).
"Todo el mundo sabe que Dios no escucha a los pecadores; en cambio,
escucha a todo aquel que le honra y cumple su voluntad" (JN. 9, 31).
En la Biblia se nos insta a que cumplamos la voluntad de nuestro Padre
común, para que El nos premie concediéndonos lo que le pidamos en oración.
Veamos un ejemplo de ello.
"En cuanto a vosotros, maridos, llevad adelante vuestra convivencia
matrimonial en un clima de respeto y comprensión. Tened en cuenta que la
mujer es un ser más delicado y que habéis de heredar junto con ellas el don de
la vida. Tendréis así asegurado el éxito de vuestras oraciones" (1 PE. 3, 7).
Aunque no sabemos cuándo será transformada la tierra en el Reino de Dios,
en la Biblia se nos insta a que vivamos como si ello sucediera hoy mismo, es
decir, se nos anima a que nos esforcemos en cumplir la voluntad de Dios, en
atención a las palabras del Primer Papa:
"Se aproxima el final de todas las cosas. Sed, por tanto, juiciosos y sobrios,
para que podáis dedicaros a la oración" (1 PE. 4, 7).
No desperdiciemos la oportunidad de vivir sobriamente para dedicarnos a la
oración, pues, dicha conversación con nuestro Padre común, debe ocupar una
gran parte de nuestra vida, pues, de la misma manera que nos comunicamos
con nuestros familiares, amigos, compañeros de trabajo y en ocasiones con
otros desconocidos, debemos hablar diariamente con nuestro Padre celestial.
"Y todo esto hacedlo orando y suplicando sin cesar bajo la guía del Espíritu;
renunciad incluso al sueño, si es preciso, y orad con insistencia por todos los
creyentes" (EF. 6, 18).
No temáis el hecho de no estar seguros de lo que debéis pedirle a Dios en
vuestras oraciones, y pedidle al Espíritu Santo que os inspire las palabras con
que debéis dirigiros al Dios Uno y Trino, en atención al siguiente texto de San
Pablo:
"Somos débiles, pero el Espíritu viene en nuestra ayuda. No sabemos lo que
nos conviene pedir, pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos
inexpresables. Y Dios, que sondea lo más profundo del ser, conoce cuáles son
las aspiraciones de ese Espíritu que intercede por los creyentes en plena
armonía con la divina voluntad. Estamos seguros, además, de que todo se
encamina al bien de los que aman a Dios, de los que han sido elegidos conforme
a su designio" (ROM. 8, 26-28).
Es realmente gozoso el hecho de saber que todo lo que nos sucede en la vida,
-independientemente de que nos produzca dolor o gozo-, está encaminado a
nuestra salvación.
¿Por quiénes desea Dios que oremos?
"Te encarezco, pues, en primer lugar, que se hagan oraciones, súplicas,
peticiones y acciones de gracias por todos los hombres. Por los reyes y por todos
los que gozan de poder sobre la tierra, para que podamos, de forma tranquila y
sosegada, realizarnos sin trabas en nuestra condición de personas creyentes.
Hermoso y agradable es este proceder a los ojos de Dios, nuestro Señor, por
cuanto él quiere que todos los hombres se salven y conozcan la verdad" (1 TIM.
2, 1-4).
Recordemos que "todo lo santifica la Palabra de Dios y la oración" (1 TIM. 4,
5).
¿Cómo debemos orar? Dado que necesitamos vivir rectamente para que Dios
escuche nuestras oraciones, debemos actuar en conformidad con la justicia o fe
divina que nos caracteriza.
"Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros. Así
sanaréis, ya que es muy poderosa la oración ferviente de los fieles" (ST. 5, 16).
Jesús no desea que nuestra oración sea un cúmulo de actos de presunción.
"Es, pues, mi deseo que los hombres oren en todas partes con un corazón
limpio, libre de odios y altercados" (1 TIM. 2, 8).
"«Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las
sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los
hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando
vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu
Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará. Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran
que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro
Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo" (MT. 6, 5-8).
Mis lectores saben que soy respetuoso con quienes tienen creencias diferentes
a las mías, pero, a pesar de ello, quiero disculparme ante quienes sé que se van
a ofender con lo que expondré a continuación. Entre los católicos se practica
mucho el antiguo método gentil de orar en actos públicos, -especialmente en las
procesiones de Semana Santa-. Existe la costumbre de intentar atosigar a Dios
en vano, como si la mera palabrería fuera suficiente para que Nuestro Santo
Padre concediera dádivas sin medida. Por más que muchos se vistan de
penitentes y no se les vea el rostro, demasiados son los que los alaban e incluso
saben quiénes son, por lo que su oración no es secreta en absoluto.
Oremos con confianza en que Dios atenderá nuestras peticiones y en que,
aunque no nos conceda lo que le pidamos, ello redundará en nuestro beneficio.
"«Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el
que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. ¿O hay acaso
alguno entre vosotros que al hijo que le pide pan le dé una piedra; o si le pide
un pez, le dé una culebra? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas
buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará
cosas buenas a los que se las pidan!" (MT. 7, 7-11).
No dejemos nunca de orar, porque Dios no quiere perder la comunicación con
sus hijos.
"No ceséis de orar. Manteneos en constante acción de gracias, porque esto es
lo que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús" (1 TES. 5, 17-18).
¿Para qué quiere Dios que oremos?
"Entonces dice a sus discípulos: «La mies es mucha y los obreros pocos.
Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies"" (MT. 9, 37-38).
Es un regalo del cielo el hecho de poder pedirle a Dios que mande operarios a
su viña, -a la Iglesia, al mundo-, pues ello nos garantiza que no vivimos
padeciendo el desamparo.
"Nada debe angustiaros; en cualquier situación, presentad a Dios vuestros
deseos, acompañando vuestras oraciones y súplicas con un corazón agradecido .
Y la paz de Dios, que desborda todo entender humano, guardará vuestros
corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús. Finalmente,
hermanos, tomad en consideración todo cuanto hay de verdadero , de noble, de
justo, de limpio, de amable, de laudable; todo cuanto suponga virtud y sea
digno de elogio" (FLP. 4, 6-8).
Es importante que cuando oremos mencionemos los nombres de quienes
deseamos que sean beneficiados por Dios, para que así podamos constatar si
nuestras peticiones son atendidas por nuestro Santo Padre.
¿Cuáles son las condiciones que debemos observar, -según la Biblia-, para que
Dios escuche nuestras oraciones?
1. Debemos permanecer unidos a Jesús, intentando imitar el comportamiento
de nuestro Salvador.
"Si vivís unidos a mí y mi mensaje sigue vivo en vosotros, pedid lo que queráis
y lo obtendréis" (JN. 15, 7).
"Si, por el contrario, queridos hermanos, la conciencia no nos acusa, crece
nuestra confianza en Dios. Y él nos concederá todo lo que le pidamos, porque
cumplimos sus mandamientos y hacemos cuanto le agrada" (1 JN. 3, 21-22).
2. Debemos orar en conformidad con el cumplimiento de la voluntad de
nuestro Padre común.
"Estamos seguros de que, si algo pedimos a Dios tal y como él quiere, nos
atiende" (1 JN. 5, 14).
3. Debemos orar en el nombre de Cristo, es decir, debemos formularle
nuestras peticiones al Padre, como si el mismo Cristo fuera el portador de
nuestras carencias.
"Y todo lo que me pidáis os lo concederé, para que el Padre sea glorificado en
el Hijo. Os concederé todo lo que me pidáis en mi nombre" (JN. 14, 13-14).
"Cuando llegue ese día, ya no tendréis necesidad de preguntarme nada. Os
aseguro que el Padre os concederá todo lo que le pidáis en mi nombre. Hasta
ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid, y recibiréis, para que
vuestra alegría sea completa" (JN. 16, 23-24).
4. Debemos orar con intenciones puras y corazón limpio.
"¿De dónde surgen los conflictos y las luchas que hay entre vosotros? Sin
duda, de las pasiones que lleváis siempre en pie de guerra en vuestro interior. Si
ambicionáis y no tenéis, asesináis; si ardéis en deseos y no podéis satisfacerlos,
os enzarzáis en luchas y contiendas. No tenéis porque no pedís. Y, si pedís, no
recibís nada porque pedís con la torcida intención de malgastarlo en vuestros
caprichos" (ST. 4, 1-3).
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a nuestro Padre común que, de la
misma forma que una viuda pobre cedió las dos monedas que tenía para vivir al
Templo de Jerusalén, nosotros oremos con confianza y rectitud de corazón, de
forma que, cuando El nos conceda lo que le pidamos, nuestra fe sea
engrandecida.
(José Portillo Pérez y María Dolores Meléndez Ortega).