«Semillas de esperanza»

Dios llega a mí por donde no lo espero

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

La historia de Naamán, el sirio, puede ser leída como una parábola, que bien podría aplicarse a muchos de nosotros.

Naamán, jefe del ejército, tenía lepra. Hizo un viaje a Israel en busca de su curación.

Llegó Naamán con sus caballos y su carro y se detuvo a la entrada de la casa de Eliseo. Eliseo envió un mensajero a decirle: «Vete y lávate siete veces en el Jordán y tu carne se te volverá limpia.» Se irritó Naamán y se marchaba diciendo: «Yo que había dicho: ¡Seguramente saldrá, se detendrá, invocará el nombre de Yahveh su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra! ¿Acaso el Abaná y el Farfar, ríos de Damasco, no son mejores que todas las aguas de Israel? ¿No podría bañarme en ellos para quedar limpio?» Y, dando la vuelta, partió encolerizado (2R 5,12).

Después de este enfurecimiento, sus servidores convencieron a Naamán que hiciera lo que el profeta le había dicho: Naamán bajó al río, se lavó siete veces y sanó de su lepra.  

Qué razón tenía san Agustín al decirle a Dios: «nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»[1]. Somos buscadores de Dios. Sin embargo, muchas veces no lo encontramos porque lo buscamos donde nosotros pensamos encontrarlo y no donde él está.

No siempre es Dios quien se nos esconde. Más bien nosotros no lo buscamos adecuadamente o no sabemos discernir los signos a través de los cuales él se nos manifiesta: «Vete y lávate siete veces en el Jordán».  

La historia de las religiones nos presenta la búsqueda que el hombre ha hecho de Dios. Un caso excepcional es la religión del pueblo de Israel y de los cristianos, que más que “religión” hay que llamarla “revelación”: no es el hombre quien ha encontrado a Dios sino Dios quien se ha revelado.

El Dios de Abraham, de Moisés, de Elías... el Dios de María, de Pedro y de Pablo, es un Dios que se ha manifestado. Jesucristo es la revelación plena que Dios ha hecho de sí mismo (cf Hb 1,1); «en él reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9). Nos dice el Concilio:

Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina. En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, y trata con ellos para invitarlos a recibirlos en su compañía[2].

Dios se revela, se manifiesta. El quiere que lo conozcamos y entremos en comunión con él. Todo nos habla de Dios, de su presencia, de su amor y de su acción en el mundo. Como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas»[3].  

Si en estos momentos yo no escucho ninguna estación de radio no se debe a que las radiodifusoras no estén transmitiendo, sino tal vez no está bien sintonizada alguna estación o el radio no tiene antena o no está encendido... o simplemente no tengo radio. Las ondas llegan hasta mí pero yo no las capto. De igual manera, si yo no experimento la presencia de Dios, si no descubro su acción o su amor, no significa que Dios no se manifieste, no actúe, no ame o no exista, sino que yo no sé percibir su presencia y su acción. No es problema de transmisión sino de recepción. Dios se sigue revelando, sigue manifestándonos incesantemente su amor.

Y no sabemos percibir su presencia porque tenemos un esquema mental muy estrecho, como Naamán. Decimos nosotros: «Yo había pensado: ¡Seguramente Dios hará... me dirá... me concederá...!» Y claro, corremos el peligro de nunca encontrar a Dios porque no lo buscamos donde él está.

Parece que a Dios le gusta desconcertarnos una y otra vez para romper nuestros rígidos esquemas mentales y enseñarnos a encontrarlo donde él se manifiesta y no donde nosotros pensábamos que seguramente lo encontraríamos.

Dios nos sale al encuentro; pero no por nuestro camino, sino por el suyo, desconocido y hasta desconcertante para nosotros. Dios cumple y realiza nuestras más secretas esperanzas; pero no por la senda de nuestros esfuerzos personales, sino por las vías nunca previstas de su gracia[4].  

A veces surge en nosotros un deseo equivocado de querer controlar a Dios. «Si hago tal cosa, Dios tiene que hacer tal otra». «Dios no puede pedirme hacer X o renunciar a Y». Esta es nuestra lógica, pero no la de Dios. Pensando así corremos el peligro de nunca encontrarlo, porque ─nos dice Dios─: «mis pensamientos no son sus pensamientos, ni mis caminos son sus caminos» (Is 55,8). Si Naamán no se hubiera lavado siete veces en el Jordán...  

Nos cuesta trabajo descubrir a Dios porque nosotros esperamos una revelación estruendosa, mientras que de ordinario sus manifestaciones son pequeñas y discretas (un mensajero que le dice a Naamán: «Vete y lávate»). Son sólo signos que revelan su presencia y su acción. Moisés, mientras pastoreaba el rebaño de su suegro, encontró una zarza ardiendo que no se consumía (cf Ex 3,1-3); Saúl, yendo a buscar unas burras que se le habían extraviado a su padre, encontró al profeta Samuel (cf 1S 9,1─10,16);  Elías, estando escondido por temor a Jezabel que lo había mandado matar, experimentó el susurro de una suave brisa (cf 1R 19,1-14). Ellos encontraron a Dios cuando no lo andaban buscando. Más aún, Pablo lo encontró cuando perseguía a los cristianos (cf Hch 9,1-19). Dios les salió al encuentro y ellos supieron percibirlo y acogerlo.

Muchos otros han sabido también encontrar a Dios donde él se les manifestó: allí están san Antonio Abad, san Ambrosio, san Francisco de Borja, san Ignacio de Loyola... ¿Tendremos nosotros la capacidad de descubrir a Dios en un accidente, en un fracaso, en la muerte de un ser querido, en una enfermedad? ¿Sabremos acoger a Jesús que se nos hace presente en cada uno de nuestros hermanos? (cf Mt 10,40). ¿Seremos capaces de servir a Jesús en los pobres, en los que sufren: «tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed... era forastero... estaba desnudo... enfermo... en la cárcel...»? Si no sabemos servir a Jesús en ellos, no sólo nos estaremos privando de su presencia en esta vida sino también en la otra (cf Mt 25,31-46).  

Lo más curioso de nuestra “búsqueda” de Dios es que el último sitio donde pensamos buscarlo es precisamente el lugar más cercano a nosotros: nuestro propio corazón. San Agustín se quejaba de sí mismo diciéndole a Dios: «yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba»[5].

Un lugar privilegiado para encontrar a Dios es nuestra debilidad. El contraste nos permite ver a Dios con mayor claridad: «mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza», decía Jesús a Pablo (2Co 12,9). Constatar que hemos realizado algo que por nosotros mismos no habríamos sido capaces de hacer, nos tiene que llevar a deducir que es Otro el que actúa a través de nosotros (cf Hch 15,12; 19,11; Rm 15,18).  

Para todos es relativamente fácil encontrar la huella de Dios en un bello paisaje, en un atardecer, en un cielo estrellado, en la mirada de los niños, en un amigo. Pero tenemos enorme dificultad para descubrir la presencia y el amor de Dios en el sufrimiento, en nuestra cruz. Llegamos incluso a pensar que la cruz es el signo de que Dios se ha olvidado de nosotros y nos ha abandonado. Todo lo contrario. Cuando sufrimos, es Jesús mismo quien sufre en nosotros. Nuestro sufrimiento es una participación en el sufrimiento de Cristo (cf 1P 4,13; Col 1,24). Seré feliz si por la fe logro reconocer que en mi cruz es Jesucristo el que está clavado.  

Los evangelios nos narran la exhortación a la vigilancia que Jesús hacía repetidamente a sus discípulos: «Estén atentos y vigilen, porque no saben cuándo será el momento» (Mc 13,33). «Velen, porque no saben qué día vendrá su Señor. [...] Por eso, también ustedes estén preparados, porque a la hora que menos piensen, vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24,42-44).

Esta exhortación hay que aplicarla no sólo a la manifestación gloriosa del último día sino también a todo momento, pues siempre es Epifanía. Dios se manifestará en el futuro, pero también se está manifestando ahora. El momento presente es el tiempo oportuno para el encuentro con Dios (cf 2Co 6,2). Estemos atentos, pues en este momento Dios se nos está revelando.  

Por tanto, más que buscar a Dios, debería yo estar atento al Dios que se me revela y tener una actitud de acogida al Dios que se me entrega.

Si no tengo una activa receptividad a la revelación que Dios hace de sí mismo, nunca encontraré al Dios verdadero sino a un ídolo, hecho a la medida de mis expectativas.

Para encontrar a Dios, no utilizaré un microscopio o una lupa sino un radar o una antena parabólica que me permita captar todos los signos a través de los cuales él se me está revelando. Una atención global a todo, me permitirá descubrir a Dios donde él está y no donde yo pensaba encontrarlo.

Debo evitar a toda costa limitar de antemano los caminos por los que yo creo que Dios llegará a mí (como lo había hecho Naamán: «¡Seguramente saldrá, se detendrá, invocará el nombre de Yahveh su Dios, frotará con su mano mi parte enferma»). Si solamente espero a Dios por un camino, corro el peligro de nunca encontrarlo, aunque su presencia sea evidente y su acción manifiesta (cf Jn 9,1-41).

Sólo el contemplativo es capaz de descubrir la presencia de Dios allí donde él se manifiesta, y de entrar en comunión con Dios allí donde él se entrega.



     [1]. San Agustín: Las confesiones I,1,1; en Obras de San Agustín, ed 7, Ángel Custodio Vega (ed). Madrid, La Editorial Católica, 1979, vol 2, p 73.

     [2]. Dei Verbum, 2, en Documentos del Vaticano II, ed 20. Madrid, La Editorial Católica, 1973.

     [3]. Catecismo de la Iglesia Católica, ed 2. Madrid, Asociación de Editores del Catecismo, 1992, núm. 52.

     [4]. Alonso SM: Las bienaventuranzas y la vida consagrada en la transformación del mundo, ed 3. Madrid, Instituto Teológico de Vida Religiosa, 1979, p 93.

     [5]. San Agustín: Loc. cit. VI,1,1; en Op. cit., p 229.