«Semillas de esperanza»
Especialmente por los sacerdotes

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

 

A quienes han orado por mí.
Con enorme gratitud.

En la Espiritualidad de la Cruz tenemos una expresión que con frecuencia aparece en nuestras oraciones: «especialmente por los sacerdotes». Muchas veces yo la he repetido. Además, el haber ofrecido mi vida en favor de los sacerdotes y el tratar de llevar a la práctica esta ofrenda, haciendo la entrega real de mi persona y mi tiempo, le ha dado un sentido profundo a todo lo que hago.
Pero hoy no quiero situarme en la perspectiva de quien pide por los sacerdotes, sino desde mi realidad de sacerdote ministerial y, por lo tanto, destinatario de una oración especial de otras personas.

Tengo necesidad de la oración de los demás, especial necesidad, pues como sacerdote el Padre ha puesto en mis manos a su Hijo, para que yo lo entregue, y Jesús mismo me ha encomendado una misión especial: «pastorea mis ovejas» (Jn 21,17).
Pero soy débil y limitado. Al igual que Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, me siento «envuelto en flaqueza» (Hb 5,2) y «probado en todo» (Hb 4,15). ¿De dónde se le ocurrió a Dios confiarme una misión que exige tanta responsabilidad ante él y ante la comunidad eclesial? ¿Y cómo fue que yo tuve la osadía de aceptar?
Mons. Luis Ma. Martínez, explicando las dificultades que enfrenta el sacerdote, dice que tiene peligros:
«muy grandes, más que los peligros que puede tener cualquiera otra persona en el mundo. Peligros especiales, deberes terribles, contrastes asombrosos.
Por eso necesitamos de la gracia de Dios y de la ayuda de las oraciones y de los sacrificios de la fieles.
Claro que tenemos gracias espacialísimas de Nuestro Señor, lo repito; nos ama con predilección y es suificiente para derramar en nosotros sus dones. Pero también somos frágiles, llevamos con nosotros todas las miserias humanas» .

Frecuentemente pido oraciones especiales, cuando tengo alguna actividad apostólica por realizar. También recurro a la oración de mis hermanos, ante un problema personal, ante alguna necesidad de la Congregación o del campo específico que atiendo actualmente en la Provincia (la Secretaría, la formación, la expansión y la zona Centro). También solicito oraciones, cuando en dirección espiritual o en confesión algún sacerdote me confía sus luchas y me siento incapaz de ayudarlo.
Algunas veces he dicho a personas amigas: «¡Pide por mí!», dándole a esta súplica todo su peso. Equivale a decir: «Necesito de la ayuda de tu oración, pues no puedo por mí mismo». A veces incluso les manifiesto la intención concreta: «Tengo que dar unos ejercicios y tengo miedo: pide por mí»; «Pídele a Dios que me dé humildad, pureza, confianza, valor»; «Me siento mal: pide por mí»…

El ejemplo de Pablo de Tarso me ilumina. Escribe a los romanos: «les suplico, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu Santo, que luchen juntamente conmigo en sus oraciones rogando a Dios por mí, para que me vea libre de los incrédulos de Judea, y el socorro que llevo a Jerusalén sea bien recibido por los santos; y pueda también llegar con alegría a ustedes por la voluntad de Dios, y disfrutar de algún reposo entre ustedes» (Rm 15,30-32).
A los efesios les pide su intercesión: «para que me sea dada la Palabra al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el Misterio del Evangelio» (Ef 6,19; cf Col 4,3).
A los tesalonicenses les dice: «hermanos, pidan por nosotros, para que el mensaje del Señor se propague rápidamente y sea acogido con honor como entre ustedes. Pidan también que nos veamos libres de la gente malvada y sin principios» (2Ts 3,1-2; cf 1Ts 5,25; 2Co 1,11).
El autor de la carta a los Hebreos pide a la comunidad de creyentes: «Rueguen por nosotros, pues estamos seguros de tener recta conciencia, deseosos de proceder en todo con rectitud. Con la mayor insistencia les pido que lo hagan, para que muy pronto yo les sea devuelto» (Hb 13,18-19).

Cada vez que entro en una capilla de las Religiosas de la Cruz, y veo el texto «Por ellos me consagro» (Jn 17,19), experimento una honda emoción. Las raíces sostienen y dan vida al árbol; así me siento yo con su oración: sostenido y vivificado.
Quiero citar aquí unas palabras que escribí en 1985, dos días antes de mi ordenación sacerdotal. Reflejan mi conciencia sobre la importancia y la necesidad de la oración de la Iglesia en favor de los sacerdotes:
«Esta mañana, en Jesús María, concluimos nuestros ejercicios espirituales con una Eucaristía que celebramos en la casa de las Religiosas de la Cruz. ¡Qué consuelo y qué fortaleza da el tenerlas como apoyo de nuestra vida y ministerio sacerdotal! Su oración y sacrificio, su vida entregada generosamente a Dios en favor de los sacerdotes, nos han ayudado a llegar hasta este momento. Y nos ayudarán a perseverar fielmente.
Recuerdo que hace casi trece años, después de haberme decidido a ingresar a la Congregación, cuando iba ya camino al Noviciado para hacer un retiro, el hermano Miguel Mier hizo una “parada técnica” en el Noviciado de las Religiosas de la Cruz, en Tlalpan. Hicimos una visita a la capilla donde dos novicias estaban en adoración. A la salida, lacónicamente me dijo: «Estas mujeres piden por nosotros». Estas palabras hicieron que el miedo —o pavor— que sentía, disminuyera un poco.
Y fue su oración y sacrificio, y el de otras muchas personas, lo que hizo que fuera posible nuestro sacerdocio. Si bien la vocación sacerdotal es un don que Dios da a su Iglesia, Él quiere que la Iglesia colabore activamente en el desarrollo de ese don» .
A veces me imagino que soy como un “niño rico” a quien su papá le dio una tarjeta de crédito y le dijo que él pagaría todos los gastos que hiciera con la tarjeta. Como sacerdote, siento que Dios Padre me ha dado una tarjeta de crédito espiritual: todas las gracias que necesite serán cubiertas por la oración de las Hermanas de la Cruz, las Hijas del Espíritu Santo, las Oblatas de Jesús Sacerdote, el Apostolado de la Cruz, la Alianza de Amor…

Saber que personas concretas, con rostro y nombre, piden por mí me ha impulsado en gran medida. No puedo desanimarme, pues otros sostienen mi esperanza. Cómo quedarme caído, cuando sé que hay alguien que me está ayudando a levantar.
Ser consciente de que alguien pide por mí es también un estímulo —y exigencia— para responder a Dios y entregarme al servicio de mis hermanos.
La oración por mí siempre la he interpretado como un signo privilegiado de afecto. Si alguien me dice: «Pido por ti», me está diciendo que me quiere, que le importo, que me recuerda… Es, además, un signo de aprecio a mi sacerdocio.
Saber que otros piden por mí me impide atribuirme el fruto de mi trabajo pastoral: «¡Pero si no he sido yo!; hemos sido nosotros los que trabajamos». Ese “nosotros” expresa el sentido de solidaridad eclesial. No estoy solo, no actúo solo; es toda la Iglesia la que actúa siempre.
Confieso que muchas veces he sido ingrato, no he sabido agradecer adecuadamente a las personas que oran por mí.

Al concluir su misión en la tierra, Jesús nos envía a continuar su obra, pero antes él ha orado a su Padre por nosotros: «yo no estoy ya en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado… No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno… Conságralos en la verdad… Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo» (Jn 17,11-18).
Jesús le anuncia a Simón Pedro que Satanás ha solicitado «sacudirlo como trigo»; palabras que debieron haber angustiado al pescador de Galilea. Pero qué consolador debió haber sido para él escuchar de labios de Jesús: «yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca». Y luego Jesús le anuncia que debe continuar realizando su misión de ser roca sobre la cual se cimienta la Iglesia: «Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).
Saber que Jesús ha orado por sus apóstoles, por Pedro, por mí, me llena de fortaleza, paz, alegría y esperanza. Saber que muchas personas piden por mí me impulsa a ser dócil al Espíritu Santo y me compromete a dejar que Jesucristo actúe a través de mí.