«Semillas de esperanza»
Soy Hijo de Dios

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Para cada uno la palabra “padre” está relacionada con una persona concreta, con experiencias positivas y negativas, con una historia vivida, con hechos y sentimientos específicos. “Padre” es el título que doy a una persona con la que tengo o tuve una relación única.

Por eso, cuando escuchamos la frase «Dios es tu padre», se despiertan en nosotros recuerdos afectivos que guardamos en el corazón. ¿No será que muchas de las dificultades que tenemos para relacionarnos adecuadamente con Dios se originan precisamente en conflictos de relación, aún no resueltos, con nuestro propio padre? Nuestra relación con Dios Padre está condicionada, aunque no determinada, por la manera como nos relacionamos con nuestro propio padre. Primero aprendimos a decir «padre», con minúscula, y luego «Padre», con mayúscula.

Cuando a los varones[1] nos llegó la adolescencia, buscamos construir nuestra personalidad independientemente —o en contra— de nuestro padre. Nuestra relación perdió así su carácter de dependencia infantil, pero muchas veces no evolucionó a una relación adulta. Seguimos siendo los eternos adolescentes, temerosos o agresivos ante el padre, incapaces de establecer una auténtica relación filial.

Qué pena que muchos, después de varios años de haber cruzado los 28, no sean capaces de relacionarse con el propio padre de modo maduro, sin la dependencia infantil ni el antagonismo adolescente. Queriendo dejar de ser “niños”, dejaron también de ser “hijos”.

Yo tengo 42 años, y mi papá, 77 (aunque, según su manera de contar, él dice que 78). Me llena de gozo sentirme su hijo; esto es algo que progresivamente he ido aprendiendo. También él ha ido encontrando la manera de ser padre de personas que están en constante evolución. Qué sabrosas me resultan sus muestras de afecto paternal. Qué gusto me da visitarlo y poder expresarle mi cariño de hijo.

Como conclusión de unas palabras que hace ocho años dirigí a mi papá, le decía:

«Al estar reflexionando sobre  tu persona, experimentaba que dentro de mí crecían mi amor a ti y la admiración que siento por ti. En verdad, ¡eres grande!

Agradezco a Dios que me haya hecho el don de tener tal padre. Y te agradezco que hayas sabido luchar por llegar a ser como eres, y que estés dispuesto a seguir luchando para ser mejor. Porque “vivir es luchar”.

¡Gracias, papá!»  

Muchos de los cristianos que han llegado a la edad adulta tienen una deficiente relación con Dios Padre, porque no saben ya cómo ser hijos; habiendo dejado atrás un modo infantil de relacionarse con Dios, no han sabido desarrollar el verdadero trato filial.  

Dios Padre: persona distinta  

El Antiguo Testamento nos ha revelado que Dios es nuestro padre. Él nos ha creado, nos alimenta, cuida de nosotros… La paternidad es un atributo de Dios. Muchos cristianos se han quedado en este nivel pre-cristiano de relación con Dios.

Pero Jesús ha venido a revelarnos que nuestro Dios es un Dios tri-personal: «Un solo Dios en tres personas distintas», decíamos en el catecismo. Un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Muchos cristianos sí tienen una relación personal con Jesucristo, el Verbo encarnado; lo identifican, le dirigen oraciones, tienen imágenes de él (un crucifijo, un Sagrado Corazón…). Son pocos los que se dirigen al Espíritu Santo de manera específica; aunque ciertamente de unos años para acá ha aumentado la devoción a él. Menos aún son los que tienen una relación personal con el Padre. Casi podríamos pensar que Jesús fracasó en su intento de revelarnos al Padre (cf Jn 8,19; 14,7; 17,6).

Si Dios Padre es persona, debemos tener con él una relación personal. Y si es una persona distinta de las otras personas de la Trinidad, nuestra relación con él ha de ser distinta de la que tenemos con Jesús o con el Espíritu Santo.

Cuando nos dirigimos al Padre, lo hacemos desde la experiencia filial de Jesús. Así lo entendió el P. Félix Rougier; en 1925 escribía: «Esa luz que tuve sobre el Divino Padre fue después de 10 años de estudiar a Jesús, y de enseñar el interior de Jesús a los novicios. Lo que más claro se revela en ese divino interior de Jesús es el amor al Padre, su amadísimo Padre».[2]

Desde hace varios años, al celebrar la eucaristía o al decir alguna oración litúrgica dirigida al Padre, he adoptado la práctica de traducir las palabras “Dios” o “Señor” por el término “Padre”. Cuando digo simplemente “Dios” o “Señor”, no especifico a quién me dirijo: puede ser a cualquiera de los Tres. Además, la palabra “Padre” le da a las oraciones un carácter especial. Qué distinto me sabe decir: «Míranos, Padre, con ojos de misericordia…», que decir: «Míranos, Señor, con ojos de misericordia…» Para eso Jesús nos habló tanto de su Padre: para que nos sintiéramos sus hijos y aprendiéramos a llamarlo «Padre» (Mt 6,9).  

Hijos de Dios por la acción del Espíritu Santo  

Somos hijos de Dios, gracias a la acción del Espíritu Santo. En el bautismo él nos comunica la filiación divina, nos hace ser hijos de Dios.

El Dios que nos ha creado, no quiso imponernos su paternidad; sólo nos la ofrece. Al recibir el bautismo, damos nuestra aceptación. San Juan dice admirado: «qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).  

Cuántos hijos hay que no saben quién es su padre (lo cual es una desgracia). También cuántos bautizados no saben quién es su Padre. Por eso, el Espíritu Santo con su luz me hace saber que soy hijo de Dios. No basta con «ser». Como persona, para poder vivir plenamente algo, necesito vivirlo conscientemente. ¿De qué me serviría tener mucho dinero, procedente —por ejemplo— de una herencia, si no supiera que lo tengo?

Pero el Espíritu Santo me revela quién soy y quién es mi Padre. Nos dice san Pablo: «el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8,16).  

El párrafo que sigue, ya fue modificado. El original que envié a la revista La Cruz decía:  

Cuántos hay también que sabiendo quién es su padre, no se experimentan como hijos suyos, pues tienen con él una relación indiferente o negativa. Ya sé que tú eres mi padre, pero te siento como un extraño o un enemigo.

Cuántos hay también que, sabiendo quién es su padre, no se experimentan como hijos suyos; como es el caso del hermano mayor del hijo pródigo (cf Lc 15,25-32). Y otros tienen con su padre una relación indiferente o negativa: «Ya sé que tú eres mi padre, pero te siento como un extraño o un enemigo».

El Espíritu Santo me hace experimentar que soy hijo de Dios. Abre mis oídos para que pueda escuchar al Padre que, como a Jesús, me dice: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Mc 1,11). Esta experiencia inunda de gozo y paz mi corazón.

Este mismo Espíritu hace que en lo más profundo de mi ser yo tenga la experiencia filial que hizo exclamar a Jesús: «¡Abbá!» (Mc 14,36). «Pues no recibieron ustedes un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rm 8, 15; cf Ga 4,4-7).

La palabra aramea “Abbá” era usada por el hijo pequeño para dirigirse a su padre de manera cariñosa.[3] Por eso, qué pobre resulta traducirla por un simple “padre”. Habría que usar más bien la expresión «mi querido papá» u otra parecida que implique gran cercanía y familiaridad, como «papito».[4]

 

De poco me sirve ser hijo de Dios y saber que lo soy, si mi conducta contradice lo que soy. Por eso el Espíritu Santo me impulsa a vivir como hijo de Dios: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).

Como hijo, tengo que ser receptivo y dócil: recibirlo todo del Padre y dejarme hacer según su voluntad. De aquí surgen las dos actitudes más características del corazón filial: la gratitud ante este Padre de quien todo he recibido, y la confianza para abandonarme en sus manos.

Pero esta dimensión filial debe ser verificada por la dimensión fraterna. Sin el amor al hermano (cf Jn 13,35), la relación con el Padre sería una mentira o cuando menos ilusión. «Si alguno dice: “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1Jn 4,20).

 

Jesucristo, el Hijo de Dios

 

Ser hijo de Dios es el proyecto que el Padre tiene para mí (cf Ef 1,5; Rm 8,29); es el don más grande que he recibido; el Espíritu Santo me lo dio el día de mi bautismo.

Vivir como hijo de Dios es la invitación que cada día el Padre me hace y que el Espíritu Santo quiere ayudarme a realizar.

Llegar a ser plenamente hijo de Dios es el regalo que recibiré, cuando vea a Dios tal cual es, y yo sea semejante a él (cf 1Jn 3,2).

El Padre tiene un solo Hijo: Jesucristo. Ser hijo de Dios significa estar transformado en él: «ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).

¡Soy hijo de Dios! Esto es mi dignidad, mi orgullo, mi fortaleza y mi consuelo.



[1] En el caso de las mujeres, el proceso de la relación con el padre es distinto, aunque casi siempre la relación pasa también por etapas de conflicto.

[2]  Rougier F: Escritos. México, Edición privada, 1976, vol 2, p 52.

[3] Cf González Faus JI: La humanidad nueva: Ensayo de Cristología, ed 5. Madrid, coeditan Eapsa, Hechos y dichos, Mensajero, Razón y fe, Sal terrae, 1981, vol 1, pp 115-116.

[4] Así ha traducido la Biblia Latinoamericana (Ediciones Paulinas y Verbo Divino, 1986) los textos de Rm 8, 15 y Ga 4, 6.