«Semillas de esperanza»
Nadie me quita la vida

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Como sacerdote, un ministerio que no me gusta es celebrar misas de difuntos. Me queda la duda de si he sido instrumento de Dios para infundir esperanza. Cuando no conozco personalmente al difunto, corro el peligro de minimizar el dolor de los familiares y amigos. Para nadie es fácil creer en la resurrección, al mirar de frente la crudeza de la muerte.

            Y cuando el difunto de esas misas es alguien que fue asesinado o que se suicidó, el problema se agranda. En el primer caso, además del dolor y el desconcierto, casi siempre está presente un profundo rencor y —al menos— la tentación de la venganza. Y allí tienes al sacerdote hablando de la vida eterna y del perdón, mientras unos se preguntan: «¿cómo Dios permitió ese asesinato?» y otros prometen: «esto no se va a quedar así». En el caso del suicidio, ¿qué decir? Un sentimiento de culpa invade a la asamblea. Nadie sabe en el fondo los motivos que tuvo para suicidarse. Es imposible consolar a los familiares. En la homilía es inútil cualquier palabra que no sea repetir que Dios es misericordioso y que nosotros no debemos juzgar.  

Hoy, a muchas personas se les quita la vida. Basta con abrir el periódico para ver el alto número de víctimas de las guerras y la violencia. Muchos otros mueren a causa del hambre. Cada día miles de niños son asesinados “quirúrgicamente” en el vientre de sus madres. La injusticia, la opresión y la pobreza cobran más vidas que la bomba atómica.

            Hay otras formas de ser asesinado. Muchas personas, aunque sigan respirando, están muertas. La vida les ha sido quitada por las calumnias, las presiones del grupo o el pecado.

            Existen muchos asesinos que nos quieren quitar la vida: la publicidad, la pornografía, el consumismo… También dentro de nosotros llevamos verdugos que constantemente nos torturan y que, si lo permitimos, acabarán matándonos: el miedo, el rencor, la envidia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, los sentimientos de inferioridad…

            Muchas personas, en lugar ser protagonistas de su propia vida, son cadáveres que dejan que otros decidan cómo deben vivir y qué deben hacer.

            El mundo en el que vivimos quiere asesinarnos. No podemos darnos el lujo de ser ingenuos ni cruzarnos de brazos. No luchar equivale a dejarse matar. Sólo merece vivir quien se ha esforzado por conquistar su vida.  

Si la muerte es un misterio, el suicidio lo es doblemente. ¡Quitarse la vida! ¿Por qué? ¿Para qué? Nos desconcierta saber que una persona que conocíamos se ha suicidado.

            Pero también hay una manera lenta de “suicidarse”: desperdiciar la vida. La vida es un manantial que se nos ha regalado y muchos simplemente lo dejan correr.

            El alcohol, las drogas… son formas de irse quitando la vida progresivamente. Lo mismo hay que decir de la pasividad y la flojera; cuántas personas desperdician su vida sentadas horas y horas cada día frente a la televisión. Perder el tiempo (que no equivale al descanso o a la recreación) es suicidarse.

            Muchos han desperdiciado su vida porque, en el momento en que tenían que decidir qué rumbo tomar (el matrimonio, la vida religiosa, el sacerdocio, una carrera o la otra), tuvieron miedo de asumir una responsabilidad: y allí tenemos a adolescentes de cuarenta años que aún no saben qué quieren hacer con su vida. Otros desperdiciaron su vida porque, habiéndose decidido a seguir un camino, no tuvieron la astucia o el coraje de poner los medios necesarios para mantenerse en él: divorciados vueltos a casar, vueltos a divorciar, vueltos a casar…

            La vida es —debería ser— una constante superación. Dios nos ha dado un dinamismo interno que nos impulsa a ir siempre hacia adelante. Con mucha frecuencia encontramos personas que no tienen el mínimo anhelo de superación ni se esfuerzan por ser mejores. Se han estancado. Su vida está marcada por el “no”: no estudian, no trabajan, no se organizan, no buscan relacionarse con los demás, no se comprometen… Simplemente dejan que la vida se les escape como agua entre las manos.

            Una manera muy eficaz de matar la propia alma es permitir que el desánimo y el desaliento se apoderen de nosotros. El que no tiene ilusión ni esperanza es ya un cadáver, aunque su cuerpo mantenga una temperatura de 36.5 grados.

            Pero la más eficaz manera de “suicidarse” es el egoísmo. Vivir para sí mismo es desperdiciar la vida (cf Lc 9, 24). Si hemos recibido el regalo de la vida es para entregarlo a los demás. Cada vez que actuamos de manera egoísta somos ladrones, pues les robamos a los otros un tesoro que les pertenece y que a nosotros se nos había confiado sólo para que lo distribuyéramos.

            El egoísmo nos lleva a inmolar nuestra vida en el altar de los ídolos: el placer, el poder, el poseer o el parecer. El ídolo nos seduce, al ofrecernos engañosamente una “vida plena”; pero, una vez que estamos entre sus garras, nos esclaviza, nos hiere y nos deja desangrar.  

Existe otra manera de vivir nuestra vida: no sólo esperar a ver quién nos la viene a quitar o desperdiciarla miserablemente. El asesinato y el suicidio no son las únicas alternativas; también podemos entregar la vida, darla generosamente en el servicio a los demás.

            A Jesús no lo asesinaron sino que él decidió entregar su vida: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10, 18).

            Dar la vida, entregarla, es sinónimo de amar. El buen pastor, que ama a sus ovejas, da la vida por ellas (cf Jn 10, 11). «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

            La entrega de sí mismo, por amor, es el núcleo de la vida cristiana. El bautismo ha dado una nueva dirección a nuestra existencia: vivir para los demás. Jesús murió por todos, «para que los que viven ya no vivan para sí mismos» (2 Co 5, 15).

            En la historia de la Iglesia nunca han faltado los mártires: hombres y mujeres que por amor a Jesucristo entregaron su vida.

            Hay un martirio lento, aunque no por eso menos doloroso: el martirio de cada día. Dar la vida gota a gota. Irse desgastando en el servicio a los demás (cf 2 Co 12, 15). Morir a mí mismo en las pequeñas cosas concretas, para poder vivir en favor de los otros. No buscar lo que a mí me gusta sino lo que hace bien a los demás. No es el martirio heroico y grandioso de un fusilamiento sino el martirio humilde de la fidelidad de cada día.

            Dar la vida para dar vida; ésa es la ley. Jesús entregó su vida para que nosotros tuviéramos una vida nueva (cf Rm 6, 4). Y «el amor de Cristo no nos deja escapatoria» (2 Co 5, 14); por tanto, si «él dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (1 Jn 3, 16).

            Servir a los demás es entregar la vida. En la medida en que sirvo, hago crecer a los otros. Servir implica dar mi tiempo, mis energías, mis conocimientos, mi creatividad, mi ilusión… darme a mí mismo. Un servicio humilde y desinteresado es una manera excelente de amar. Jesús definió su misión salvadora en términos de servicio y autodonación: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28).  

La vida es un regalo que hemos recibido de Dios. Un regalo que nos compromete, pues implica decidir qué queremos hacer con nuestra vida: podemos dejar que nos la quiten; podemos desperdiciarla; podemos entregarla.

            Tenemos sólo una vida; no hay ensayos, como en el teatro; no hay escenas que se repiten una y otra vez, como en la filmación de una película. En la vida, todo va en serio. Cada minuto tiene dimensión de eternidad; lo que hayamos hecho en ese minuto quedó hecho para siempre. No se puede borrar, enmendar o repetir.

            Dejar que nos quiten la vida o desperdiciarla es aceptar la esterilidad. Sólo una vida entregada a los demás es fecunda. Para comunicar vida, hay que entregar la vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).

            La certeza de que con nuestra entrega hasta la muerte damos vida a los demás nos permite vivir con paz y esperanza el pequeño martirio de cada día.