«Semillas de esperanza»
Mi vocación

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

8 de octubre de 1972

 

Era domingo. No recuerdo qué hice en la mañana. Por la tarde fui a misa al templo de Las Tres Aves Marías. La misa duró menos de 20 minutos. Me molestó la manera de celebrar del sacerdote: de carrera, atropellándose, empalmando los ritos para “ahorrar tiempo” (mientras decía la oración de los fieles, ya estaba preparando las ofrendas; etc.). Salí enojado. Regresé a la casa caminando. Lloviznaba un poco.

Al entrar a la casa, vi que José Miguel, mi hermano, estaba viendo la televisión. Sin saludarlo, me dirigí a una pequeña capilla que tenemos en casa. No sabía a qué iba. Cuando yo era chico, íbamos allí en familia, para hacer un momento de oración. Luego abandonamos esa práctica familiar; quizá los hijos, cuando nos hicimos adolescentes, nos resistimos a seguir yendo a orar. Ese domingo yo entré en la capilla; no recuerdo haberlo hecho antes yo solo. Estuve allí como una hora.

Me arrodillé frente al Cristo. Al principio sólo le expresaba mi molestia por la misa en la que había participado (¡Bendita misa “a la carrera” que suscitó en mí el enojo que me impulsó a entrar en la capilla para reclamarle a Jesús!). Luego estuve en silencio; no sabía qué decirle. Empecé a sentir intranquilidad y aburrimiento. Tenía ganas de salirme, pero permanecí allí. Al cabo de un rato, en mi corazón bullía un no sé qué, y en mi mente comenzó a insinuarse la pregunta: «¿Yo, sacerdote?» Luché mucho por desterrar esa idea. En otras ocasiones que había sentido esa inquietud había logrado escabullirme. Tenía muchas respuestas para defenderme: «yo quiero casarme», «me gustaría tener hijos», «no puedo con la castidad, con la pobreza ni con la obediencia», «yo no aguanto estar encerrado», «quiero ser ingeniero»… Pero en esta ocasión parece que mis respuestas no eran suficientemente válidas, pues, aunque yo trataba de justificarme, la ansiedad crecía en mi corazón, y la pregunta poco a poco se fue transformando en una orden venida de fuera: «¡Tú, sacerdote!»

Yo me resistía, pero mi lucha era ineficaz. Comencé a llorar (no sabía que mis lágrimas eran una respuesta que desde el corazón ya le había dado a Dios). Quería contener el llanto, pero era inútil. Entonces, después de otro rato de lucha, le dije: «Jesús, si tú quieres, seré sacerdote». Me sentí liberado de una enorme carga. Continué llorando, pero de gozo y gratitud.

Me vino el deseo de que mi hermano entrara en la capilla para compartirle mi experiencia; pero no entró ni yo le dije nada al salir. La relación entre ambos no era tan buena como para compartirle en ese momento algo tan íntimo. Tiempo después se lo dije.

El último momento que estuve en la capilla fue para pensar qué iba a hacer al salir. Dos cosas: comunicarles la decisión a mis papás y hablar con el H. Miguel Mier, que estaba en la Escuela Apostólica, para pedirle que me ayudara a entrar a la Congregación (cuando pensé en ser sacerdote, pensé en serlo como Misionero del Espíritu Santo). Como mis papás no estaban en la casa en ese momento, le llamé a Miguel. Unos dos meses atrás, sin previo aviso, me había dicho: «Tú deberías estar en el Noviciado». Mi respuesta entonces fue un “no”, acompañado por una risa nerviosa que ocultaba el temor y, al mismo tiempo, manifestaba la inquietud que sentía por el sacerdocio.

Nuestro diálogo por teléfono fue algo así:

          Miguel, me voy al Noviciado.

          ¿Cuándo?

          Mañana.

          Espérate. El jueves es 12 de octubre y habrá asueto en la escuela. Nos podemos ir a México el miércoles.

          ¡De acuerdo!

Con mis papás fue más complicado. Tuve que esperar que ambos llegaran a su cuarto; comunicar una decisión de tal importancia requería un espacio privado y familiar. «¡Quiero ser sacerdote!», les dije. Mis palabras les sorprendieron por lo intempestivo, pero creo que no les extrañaron. Aunque anteriormente no les había dicho nada al respecto, me parece que ya lo venían intuyendo (sólo una vez, tiempo atrás, a mi mamá, le expuse las razones que tenía para no ingresar al Noviciado).

Mi papá se puso de pie; estaba serio. Comenzó un verdadero interrogatorio: «¿Ya pensaste que nunca te vas a casar?, ¿que no vas a tener hijos?, ¿que siempre vas a tener un superior?, ¿que te van a cambiar de una ciudad a otra?, ¿que el sacerdocio es para toda la vida?» Yo respondía “sí” a todas sus preguntas. ¡Pero si tres horas antes ni siquiera me había decidido, menos aún había pensado en todo eso! Yo no respondía a que “si ya lo había pensado”, sino a que “si estaba dispuesto a asumir” lo que me estaba preguntado. Y sí, ciertamente en ese momento estaba dispuesto a todo (ahora que escribo esto, siento como envidia de mí mismo, al verme entonces tan lanzado; y también me da vergüenza, porque muchas veces no lo he dado todo). Una vez superado el interrogatorio, me dijo: «Lo que tú decidas, yo te apoyo. Pero decide, ¡decide!» Dijo esta última palabra subiendo el volumen y con un tono de voz más agudo. «Ya decidí, papá. Gracias por tu apoyo». Luego nos quedamos callados.

Entonces intervino mi mamá, que hasta entonces había estado participando en el diálogo con un silencio atento y cariñoso. Comenzó a decir unas palabras que me resultaron ininteligibles, pues las decía con la voz entrecortada por el llanto. Luego, aunque seguía llorando, me dijo: «Ya lo sabía», y se lanzó a abrazarme.

Salí del cuarto de mis papás, extrañado de mí mismo. Sabía que mi vida había cambiado. Me fui a dormir teniendo una sensación parecida a la que queda después de recibir la noticia de que alguien conocido se ha accidentado; pero con la alegría de haber tomado la decisión más importante de mi vida.

 

Momentos anteriores

 

Este no fue un hecho aislado del resto de mi vida. Sin duda todo lo vivido forma parte de mi vocación; todo intervino para que yo escuchara la llamada de Dios y pudiera responderle. No tocaré aquí todos los momentos significativos de mi vocación —hay muchos donde descubro la acción de Dios que me atraía hacia él—,  pero sí quiero individuar dos hechos que tuvieron un papel decisivo.

Estando en 1º de preparatoria, los de nuestro grupo organizamos un retiro en Valle de Bravo, Méx. Invitamos como predicador al P. Luis Manuel Guzmán. Fueron con nosotros el P. José García Franco (el padre Pepo) y los HH. Pedro Chávez y Oscar Benavente. Un incidente que recuerdo de ese retiro fue que, jugando fútbol, José Ángel Robles (el Teco), gran amigo mío, se rompió un brazo.

Motivado por las pláticas y por la personalidad del P. Luis Manuel, le pedí hablar con él. Ese viejo sabio, de metro y medio de estatura, me inspiraba una enorme confianza. Quería hablarle de mis broncas con la castidad. «Mañana te llamo», me dijo.

Pero esa noche (5 de febrero de 1971), en la celebración eucarística, me sentí invadido por Dios. Sin saber por qué, después de la consagración comencé a llorar. Me daba vergüenza y quería contenerme, pero no podía. Temía la crítica de mis compañeros. Terminada la misa yo seguía llorando; me quedé en la capilla, sentado en una de las sillas de la primera fila. Llegué tarde a la cena; sentía que todos me miraban. Si me hubieran preguntado «¿qué te pasó?» , no habría sabido qué responder.

Al día siguiente, el P. Luis Manuel me llamó para hablar con él. Pero, antes de que yo le expusiera mi argumento, me dijo: «Ayer Dios habló fuerte en tu corazón, ¿verdad?» Con la cabeza asentí, pero no decía palabra. Después de un largo silencio, expresé: «Creo que Dios me llama a ser sacerdote». Me sorprendí al escuchar mis palabras, pues el sacerdocio era un deseo que no me atrevía a confesarme; me sentí también traicionado por mí mismo, como si un confidente hubiera publicado mi más hondo secreto. El P. Luis Manuel se alegró mucho y comenzó a platicarme sobre el sacerdocio. Todo el tiempo de la entrevista se nos fue en eso; y sobre la castidad nada le pregunté.

Para finalizar, me dijo: «Cuando te hayas ordenado, podré morir en paz». Quizá eso mismo les decía a todos los que le manifestaban sus inquietudes vocacionales, pero sus palabras me hicieron tomar conciencia de la importancia de dejar un relevo en el camino del sacerdocio y fueron un estímulo para responderle al Señor (el P. Luis Manuel no alcanzó a verme sacerdote, pues falleció seis años antes de mi ordenación).

Nada comenté con mis compañeros sobre mi inquietud, pues aún no había tomado una decisión y tenía miedo a quedar “marcado”. Sin embargo, sí experimenté un cambio en mis intereses: comencé a dedicarle más tiempo a la oración, al grupo juvenil y al apostolado.

 

De aquí se deriva el otro hecho que me impulsó a decidirme: el contacto con la gente en el apostolado.

Cada semana los del grupo Labor Social íbamos a una colonia popular a dar catecismo a los niños y a realizar otras actividades con los adultos. Ese contacto sensibilizó mi corazón a la pobreza en que muchos vivían y me hizo experimentar que la gente tiene gran necesidad de Dios.

Comencé también a participar en retiros, dando alguna plática. Me fascinaba hablar sobre Jesucristo. Sabía que yo tenía algo que comunicar a los demás. «¿Por qué no dedicar totalmente mi vida a anunciar el Evangelio?» «Yo puedo hacer algo para que Dios llegue a estas personas.» «Jesucristo necesita de mí para que los demás lo conozcan.»

Estando para terminar la preparatoria, debía decidir mi futuro; me sentía muy atraído por el sacerdocio, pero… tuve miedo. Sin reflexionarlo mucho, y como para quitarme de la mente la idea de la vocación, entré a estudiar Ingeniería Mecánica Electricista (mi elección se debió a mi gusto por las matemáticas). Esto me permitió seguir huyendo del llamado de Dios hasta el 8 de octubre.

 

Momentos posteriores

 

Desde el día que me decidí hasta que ingresé al Postulantado pasaron más de nueve meses. Durante ese tiempo continué yendo a las clases de Ingeniería, pero mi corazón estaba en otra parte. Prácticamente todo mi tiempo libre lo dedicaba al apostolado: dando pláticas dondequiera que me invitaban, dirigiendo un grupo de jóvenes o participando en retiros. La M. Conchita de la Rosa, fsps., me invitó a darles una plática semanal a los niños de 6° de primaria del Hogar del Niño. Con ella organicé también retiros para las chavas de 3° de secundaria del colegio Ma. Luisa Olanier.

Mis momentos de encuentro con Dios se multiplicaron: comencé a hacer oración personal y a rezar con la Liturgia de las Horas, iba a misa casi a diario, empecé a relacionarme personalmente con la Virgen María, leía con frecuencia la Palabra de Dios (en una Biblia que “le robé” a mi papá).

 

El 15 de julio comenzó el Postulantado. Dos días antes organicé en la casa una cena de despedida. Asistieron varios de mis amigos. Aunque fue breve, estuvo muy animada; hasta me llevaron mariachi.

Antes de dejar la casa, hubo un hecho al que entonces no le di ninguna importancia, pues lo hice con toda naturalidad, pero que, cuando mi mamá me comentó su reflexión, lo valoré mucho, ya que para mí significó “quemar las naves”. En la última semana que estuve en la casa, quité de mi cuarto los carteles de corridas de toros (que había ido consiguiendo uno a uno y que formaban una colección de la que estaba orgulloso) que tapizaban las paredes y se los regalé a José Luis Meade (el Chiquio), amigo mío desde la infancia. Luego compré yeso y pintura y me puse a resanar y pintar el cuarto. Cuando mi mamá vio lo que hacía, dijo para sí: «éste ya no regresa». Y así fue.

El día 14 mis papás y algunos de mis hermanos me llevaron a México. Al día siguiente comenzó el Postulantado. Nos habían citado en la Escuela Apostólica de Tlalpan; de allí nos iríamos a Valle de Bravo. La presencia de los compañeros que había conocido en las dos etapas anteriores me alegraba mucho y me daba fuerzas para la separación de la familia.

Se llegó el momento de la despedida. A mi mamá le di un fuerte abrazo y un beso. Ella me dijo: «Dejo un hombre, quiero un santo»; y me dio su bendición. Mi papá estaba muy conmovido, gesticulaba queriendo contener el llanto. No podía hablar; entonces realizó un signo más elocuente que cualquier palabra: tomó mis manos entre las suyas y me las besó con devoción (nunca nadie me las había besado). Luego me dijo: «Adiós, Gordito, que Dios te bendiga», y me abrazó. Le di un beso en la mejilla y se fue caminando encorvado, con la cabeza inclinada y los brazos caídos. Esa misma actitud corporal, como de derrota, le vi el día del entierro de mi abuelita, su mamá.

Me quedé con un sentimiento de orfandad, pero con la ilusión de comenzar una aventura fascinante.

 

¿Por qué dije “sí”?

 

Estoy convencido de que mi vocación es iniciativa de Dios (pongo deliberadamente el verbo en presente, pues no se trata de algo del pasado sino de un don que en cada momento Dios me da). Aunque en algunos momentos de mi formación dudé si acaso yo me la había “inventado” o si me la habían “fabricado” otros (los Padres y Hermanos de la Apostólica, las Madres del colegio Motolinía, mi familia), ahora estoy plenamente convencido de que mi vocación es obra de Dios. Esta certeza la tengo desde que hice mis votos perpetuos. Él me llamó. Me llamó, porque me ama. Me llamó, porque le pegó la gana llamarme.

Y ¿por qué respondí? ¡Por pura gracia de Dios! Mi respuesta no fue obra mía sino un regalo que el Espíritu Santo me dio. Yo tenía demasiadas razones para negarme a seguirlo y sin embargo —para sorpresa mía— de mi corazón y de mis labios salió un “sí”.

¿Por qué me decidí a seguir a Jesús como Misionero del Espíritu Santo e iniciar el camino del sacerdocio?

·            Porque Jesucristo me fascinaba; ejercía sobre mí un atractivo irresistible.

·            Porque yo estaba enamorado de él, loco por él.

·            Porque Jesucristo era mi amigo, y yo quería estar con él.

·            Porque quería ser como Jesús, vivir como él, amar como él, servir como él.

·            Porque me sentía amado por él; muy amado, con un amor de predilección.

·            Porque quería amarlo con todo mi ser y entregarle totalmente mi persona, mi tiempo, mis afectos, mi vida.

·            Porque quería que otros lo conocieran y pudieran experimentar su amor y disfrutar el don de su amistad, que a mí me había hecho tan feliz.

·            Porque quería servir a los demás y, como Jesús, entregar mi vida en favor de los otros. El apostolado que había realizado, me llenaba de alegría y me daba una gran satisfacción.

·            Porque quería colaborar con Jesús en la salvación de los hombres. Entendía que él necesitaba —quiso necesitar­­— de mí para realizar su obra.

·            Porque quería dedicarme a anunciar el Evangelio. Me entusiasmaba hablar de Jesucristo, de su amor, de su Reino.

·            Porque quería un mundo más justo y fraterno; un mundo donde todos pudiéramos vivir como hijos del Padre y hermanos los unos de los otros. Y creía que siendo sacerdote era la mejor manera de luchar por construirlo.

·            Porque me gustaba el modo de ser y la manera como vivían los Misioneros del Espíritu Santo que había conocido; aunque también había cosas que no me gustaban.

·            Porque me atraían el P. Félix de Jesús Rougier y Conchita Cabrera de Armida; me impresionaban sus vidas, su entrega a Dios, su servicio a los hombres, su audacia para realizar proyectos.

·            Porque quise; porque así lo decidí. Me admira el respeto que Dios tuvo para conmigo: nunca me sentí presionado para responderle. Decir “sí” fue para mí un acto de amor, de autodonación; un paso en libertad. Me admira también la persistencia de Dios en llamarme: aunque muchas veces me había resistido a su llamada, él siguió insistiendo.

·            ¡Porque así lo quiso Dios! Esta es la principal y definitiva razón. Todas las demás sólo se entienden si van añadidas a ésta.

 

Pero no todo en mi motivación era recto (¿acaso puede haber una acción humana en la que no intervenga, en alguna medida, un motivo egoísta?). Junto con estas razones, ahora sé que hubo otras, menos rectas, que también me impulsaron a tomar el camino del sacerdocio y de la vida religiosa. Existía (y existe) en mí un deseo de ser reconocido y valorado, y la vocación me daba la oportunidad de serlo. Entre mis compañeros yo era lidercillo, y esto me gustaba; el sacerdocio me permitiría estar al frente de muchos. Si tomaba el camino del sacerdocio, yo daría gusto a personas significativas para mí (mi mamá, mi abuelita, algunas Hijas del Espíritu Santo, algunos Padres o Hermanos de la Congregación), con lo cual yo recibiría su aprobación y afecto; y así fue. En mis pininos de apostolado había logrado tener una popularidad, en especial entre las muchachas, que nunca antes había tenido; ¿cuánta más llegaría a tener siendo ya sacerdote?

Además de estas razones torcidas que conozco, sin duda hubo otros motivos inconscientes que también me impulsaron a tomar el camino de la vocación: miedos, fantasías, compensaciones, culpas…

Sin embargo, ni las razones torcidas conscientes ni los motivos inconscientes explican mi vocación. Si acaso, sirvieron de ocasiones de las que Dios se valió para hacerme más sensible a su llamado y a las necesidades del mundo. En definitiva, lo que explica mi vocación es Dios, su amor hacia mí, su libre voluntad de llamarme, y la gracia que el Espíritu Santo me dio para poder responder “sí” a esa llamada.