«Semillas de esperanza»
No es “de los nuestros”

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

Juan le dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros; tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros». Pero Jesús contestó: «No se lo impidan, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,38-40).

Este pasaje del evangelio pone de manifiesto una de las dinámicas esenciales de todo grupo: la inclusión, esto es, la conciencia de formar parte de un grupo. Esta conciencia se percibe en todo tipo de grupos: en partidos políticos (yo soy del PRD, del PAN), en sindicatos (pertenezco a la CTM, al STUNAM), en grupos religiosos (soy budista, soy católico), en grupos de países (la Comunidad económica europea, los países del Tercer Mundo).

Pero el texto de Marcos también nos habla de otra dinámica, correlativa a la primera: la exclusión de los que no forman parte del grupo.

Inclusión

En todo grupo siempre están en juego tres elementos: inclusión, control y afecto. La “inclusión” mira a la pertenencia de un sujeto a un grupo: ¿quién pertenece y quién no pertenece a este grupo?

El “control” se refiere al manejo de la autoridad: ¿quién va a ejercer la autoridad?, ¿de qué manera se llega a ella?, ¿cuánto tiempo dura?, ¿cómo se relaciona la autoridad formal con otros liderazgos que hay en el grupo?, ¿qué controles tiene el grupo sobre la autoridad?

El “afecto” es el tipo de relación que se establece entre los miembros del grupo. Dependiendo del tipo de grupo será la importancia que tenga este elemento (el afecto no tiene la misma importancia en una comunidad cristiana que en una sociedad científica).

En los grupos formales existe una verdadera selección de sus miembros. Algunos exigen que el candidato haga una solicitud explícita, y el grupo se reserva el derecho de admisión. Otros piden un tiempo de prueba. Hay grupos que exigen que el aspirante pase por un proceso de iniciación para que pueda pertenecer al grupo; sólo después de esto, el grupo le dice: «tú eres “de los nuestros”».

Este proceso de iniciación lo vemos claramente en una congregación religiosa. Una muchacha quiere formar parte de las Religiosas de la Cruz y presenta su solicitud. La Congregación, a través de las superioras, la acepta a una primera prueba temporal en el Postulantado. Después de un tiempo, si ha alcanzado ciertas metas, la Congregación le permite seguir, también a prueba, en el Noviciado. El proceso de petición–aceptación se repite varias veces. Mientras tanto, esa muchacha está recibiendo una formación que configura su personalidad y desarrolla en ella un sentido de pertenencia. Finalmente, al término del proceso, solicita pertenecer definitivamente a la Congre­gación y, si es el caso, es aceptada por ella.

También entre los delincuentes se pasa por etapas de iniciación. Primero se le pide que lleve un “paquetito”; después, que haga un robo; luego, un asesinato. Entonces el grupo le dice: «Ahora sí, ya eres “de los nuestros”».

Sin seguir rígidamente cada paso, se da también una verdadera selección en el grupo de amigos, en el equipo deportivo, en el trabajo.

La inclusión no necesariamente exige un tiempo de prueba o un proceso de iniciación, pues hay grupos a los que se pertenece por otras razones: la familia, la nación, los pobres, los que tienen parálisis cerebral…

El “nosotros” grupal

La idea de que alguien pertenece o no pertenece a un grupo se deriva de la claridad que se tenga del “nosotros” grupal. Este “nosotros” se forma a partir de una cualidad o característica común a todos los miembros del grupo. Tal característica puede ser que todos son alcohólicos, o están desempleados, o pertenecen a la Fraternidad de Cristo Sacerdote…

Cuando llegamos a una reunión en la que no conoce­mos a nadie o estamos en un país lejano, naturalmente buscamos personas con características semejantes a las nuestras para reunirnos: que sean de nuestra edad, nacionalidad, género, religión… Si me encuentro en Rusia, solo, y escucho hablar español, naturalmente me acercaré a esa persona; resulta que es una chilena; si nos hubiéramos encontrado en México o en Chile, nunca se habría creado ese “nosotros”, a causa de la lengua común.

El “nosotros” no implica un número determinado, puede ser desde dos personas (los esposos frente a los hijos), cien millones de personas (los mexicanos), la mitad de la humanidad (los varones o las mujeres), hasta toda la humanidad (los seres humanos frente a Dios).

En un mismo grupo el “nosotros” puede variar. En una familia, el “nosotros” puede ser los hijos frente a los padres, y en otro momento los varones con relación a las mujeres. En una empresa, el “nosotros” puede referirse a los empleados frente a los patrones, o a los del turno matutino respecto a los del vespertino.

Muchas veces la pertenencia a un grupo se va diferenciando en subgrupos: yo soy cristiano, católico, religioso, Misionero del Espíritu Santo. Y aún dentro de la Congregación me puedo ubicar dentro de diversos grupos: los potosinos, los que profesamos en 1975, los de la Provincia Félix de Jesús…

Además, cada uno pertenece simultáneamente a muchos grupos por diferente criterio. Una misma persona puede pertenecer al Consejo de Pastoral de una parroquia, a los exalumnos de la Facultad de Química, a la Sociedad de padres de familia de una escuela…

Proselitismo y exclusión

Si una característica común hace surgir entre varias personas un “nosotros” que los lleva a identificarse como grupo, al mismo tiempo marca la diferencia con “los otros” que no tienen esa característica. Y de la diferencia muchas veces se pasa a la exclusión y aun a la rivalidad.

La conciencia de tener algo especial, que no tienen los demás, se puede manifestar como orgullo grupal: «Nosotros estamos bien, ellos no». De aquí se desencadenan dos movimientos. Uno es el proselitismo: la actividad para que los demás se unan a nosotros (y puedan, por fin, “estar bien”): recordemos a los Testigos de Jehová. Incluso se puede llegar a la presión y a la violencia para obligar a los demás a que acepten “el bien” que les queremos dar: he aquí la Inquisición.

El otro movimiento es la exclusión. Nos encerramos en nuestra “perfección” y criticamos o despreciamos a los demás: «¡Qué mal están!» Esto lo percibimos entre gobiernos de un país a otro, universidades… Muchas veces, para engrandecer la propia imagen, se echa lodo al adversario.

En la Iglesia no estamos lejos de esto. Desde nuestra conciencia de “perfección grupal” nos sentimos justificados para criticar a los demás. Y allí estamos Misioneros del Espíritu Santo y sacerdotes diocesanos, Encuentros Matrimoniales y Movimiento Familiar Cristiano, Apostolado de la Cruz y Alianza de Amor… allí estamos unos contra otros.

Esta rivalidad la vivieron también los cristianos de la comunidad de Corinto. Por eso, Pablo les reprocha: «Mientras haya entre ustedes envidias y discordias ¿no es verdad que son carnales y actúan a lo humano? Cuando uno dice: “Yo soy de Pablo”, y otro: “Yo de Apolo”, ¿no proceden al modo humano?» (1Co 3,3-4; cf 1,10-13).

En nuestra sociedad, en nuestros grupos, no es raro el fenómeno de la discriminación. Se excluye a algunos por cuestión de edad, de género, de nacionalidad, del color de la piel, de preparación académica. Discriminación, xenofobia, racismo, intolerancia, persecución… no son sólo términos de un diccionario; por desgracia son realidades actuales.

Escandalosa es la discriminación de los pobres en nuestro mundo. El que no tiene un cierto nivel económico está condenado a ser despreciado y humillado. Millones de pobres son excluidos de la educación, la salud, el trabajo, la seguridad social, el bienestar. Es una vergüenza que también en la Iglesia se discrimine a los pobres (cf St 2,1-9). El hambre es un signo patente de la brecha social que existe: mientras los ricos nadan en la abundancia, millones de pobres —especialmente niños— están desnutridos; hoy muchos morirán de hambre.

Expulsión y separación

Todos hemos tenido la experiencia de haber sido excluidos de algún grupo o lugar. Percibimos que nuestra presencia era molesta o extraña a los demás; sentimos el rechazo o, incluso, explícitamente se nos expulsó de allí.

Cuando seamos excluidos de algún grupo, por la razón que sea, no nos extrañemos ni dramaticemos el hecho: la exclusión es dinámica común en los grupos. Además, seguir a Jesucristo implica ser excluidos de los lugares o grupos que se oponen a Él. La crítica, la persecución y el martirio son horizontes normales en la vida del cristiano: «Bienaventurados serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa» (Mt 5,11).

En la familia, aunque es un grupo al que se pertenece de manera natural, también se dan procesos de exclusión: a un miembro lo corren de la casa. O bien, aunque permanezca en casa, es inconscientemente señalado como el culpable de los problemas familiares y entonces se le rechaza. Este “chivo expiatorio” puede ser el papá, la mamá o cualquiera de los hijos.

Esto sucede también en los grupos. La culpa del malestar común se echa sobre una o varias personas, a quienes se les va aislando hasta llegar a la expulsión.

Una vez realizada la incorporación, la persona adquiere un vínculo con el grupo y desarrolla un sentido de pertenencia. Pero, aun así, el grupo se reserva el derecho de expulsión de alguno de sus miembros. Las escuelas, los partidos políticos, las sociedades mercantiles… contemplan esta posibilidad en sus leyes. Incluso un país destierra a los ciudadanos indeseables.

Por otra parte, también los miembros, aunque se hable de pertenencia perpetua, siempre conservan un ámbito de libertad y pueden actuar en contra de la decisión tomada: divorcios, personas que abandonan el grupo o nunca van a las reuniones, líderes de un partido político que en las siguientes elecciones pertenecen a otro…

Celos y envidias en la Iglesia

Recordemos ahora el texto del evangelio citado al principio. Juan está indignado, porque uno que no es apóstol realiza milagros en nombre de Jesús (y haciendo explícito el pensamiento de Juan, añadimos: «y ese poder sólo nos pertenece a nosotros»). Qué aleccionadora es la respuesta de Jesús: «No se lo impidan». Ante los celos de Juan, Jesús responde con apertura y libertad.

El poder de salvación que hay en la invocación del nombre de Jesús no es exclusivo de la Iglesia. Más aún, unos versículos arriba del texto citado, el evangelista nos dice que los discípulos no fueron capaces de expulsar a un demonio (cf Mc 9,18). ¡Cuándo aprenderemos a no querer limitar la acción del Espíritu Santo a las fronteras de la Iglesia!

La conclusión de este pasaje evangélico es maravillosa: «el que no está contra nosotros, está con nosotros». La comunidad fundada por Jesús no puede considerar a nadie como adversario, a no ser que explícitamente esté contra ella.

Dios actúa más allá de la Iglesia. Y una de las más bellas tareas de los católicos será descubrir dónde existen «semillas del Verbo», cómo está actuando el Espíritu Santo, en qué lugar se está construyendo el Reino de Dios.

Como el concepto de “verdad” excluye la mentira, así el concepto de “Iglesia” excluye la exclusión. La Iglesia es —debería ser— una comunidad abierta. Si alguien dice: «yo quiero pertenecer a la Iglesia», no se le puede negar la incorporación. Se le podrán poner condiciones, se le pedirá un proceso de catecumenado, pero las puertas de la Iglesia siempre están abiertas para quien quiera entrar.

En los grupos, al igual que entre las personas, hay celos y envidias. Juan trata de impedir a uno que no pertenece al grupo de los apóstoles que expulse demonios en nombre de Jesús. Esto lo vemos también ahora. Las gracias que Dios ha dado a una persona o a un grupo no son propiedad exclusiva de nadie: son dones para todos. San Francisco de Asís no es de los Franciscanos. Los Jesuitas no tienen derechos de autor sobre el discernimiento. Los católicos no deberíamos enojarnos al ver que los protestantes conocen la Biblia. Conchita Cabrera de Armida y Félix de Jesús Rougier no son propiedad de la Familia de la Cruz, ellos son de la Iglesia y de toda la humanidad.

El Antiguo Testamento nos narra que setenta ancianos del pueblo, mientras estaban con Moisés en la Tienda de la Reunión, recibieron el espíritu de Dios y se pusieron a profetizar. Pero el espíritu descendió también sobre otros dos que se habían quedado en el campamento, y de igual manera profetizaban. Josué, indignado y lleno de celos, le pide a Moisés: «Prohíbeselo». Pero éste, con una mentalidad totalmente distinta a la de Josué, dice: «Ojalá que todo el pueblo fuera profeta, que Dios les diera a todos su espíritu» (Nm 11,24-30).

Siguiendo la actitud de Moisés, en la Familia de la Cruz deberíamos alegrarnos al ver a laicos —y no sólo a sacerdotes o religiosas/os— hablando sobre Conchita y Félix de Jesús; deberíamos propiciar que miembros de otras Congregaciones o grupos conocieran la Espiritualidad de la Cruz (y ojalá que lleguen a conocerla mejor que nosotros). Además, tenemos que estar preparados para acoger a los grupos que en el futuro irán surgiendo en la Iglesia, inspirados en la vida y doctrina de Conchita y Félix de Jesús (tal como ha sucedido con san Francisco o santa Teresa).

No somos dueños del tesoro que Dios ha puesto en nuestras manos; sólo somos administradores. Y, como tales, nuestra misión es conservar íntegramente el tesoro y distribuirlo con generosidad.

Mi corazón excluyente

Los grupos tienen la tendencia a ser cerrados y excluyentes, porque están formados por personas que así son —que así somos—. Todos nacimos con un corazón excluyente. Los cristianos, aunque hayamos sido redimidos por Cristo, no dejamos de ser descendientes de Caín y Abel. Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, ya que nunca muere nuestra tendencia a rechazar a quienes son diferentes.

La discriminación no es sólo un problema ajeno; yo tiendo a rechazar a quienes son diferentes a mí. ¡Somos racistas! Y si decimos que no lo somos, que aceptamos a todos sin importar el color de su piel, muy probablemente no toleramos a quienes son racistas. Y así con cada una de las posibles discriminaciones: si no desprecio a los homosexuales, sí rechazo a quienes los desprecian; si no rechazo a las feministas, sí a los antifeministas; si no excluyo a los extranjeros, sí a los xenófobos…

¡Qué bueno que la tolerancia haya recobrado actualidad! Hoy necesitamos con urgencia esta virtud. No es posible pretender construir un mundo a nuestra imagen y semejanza. Es necesario respetar y valorar las maneras de sentir, de pensar y de actuar de los demás, aunque éstas sean diferentes —o incluso contrarias— a las nuestras.

Aunque la exclusión es un proceso que se sigue de manera natural de la identidad del grupo, ciertamente no es un proceso evangélico. Por tanto, debemos luchar por superar la exclusión en la Iglesia y en nuestro corazón. Jesucristo no excluyó a nadie de su trato, ofreció la salvación a todos, mostró especial afecto a los pobres, a los niños, a las mujeres, a los pecadores, a los enfermos, a los extranjeros. ¡Sigamos su ejemplo!