«Semillas de esperanza»
Con hueso, sin hueso

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

A los Consejos Centrales y demás dirigentes
del Apostolado de la Cruz y la Alianza de Amor

Por el título, parecería que voy a hablar de aceitunas: con hueso, sin hueso. Pero no. Voy a hablar sobre la autoridad. En México, una forma popular (y medio vulgar) de expresar que una persona tiene un cargo de autoridad es diciendo que tiene “un hueso”.

En los grupos de Iglesia, así como en organizaciones de otro tipo, ordinariamente hay alguien que tiene la autoridad: coordinador/a, presidente/a, animador/a, superior/a, párroco, obispo… Casi siempre esa autoridad le es concedida por un período determinado. Por tanto, quien durante un tiempo tuvo autoridad, después deja de tenerla.

¿Qué sucede en el interior de la persona cuando deja de tener autoridad en un grupo, asociación, comunidad, congregación, parroquia, diócesis?

Con hueso

En estas páginas me fijaré únicamente en la autoridad dentro de la Iglesia, pues en otros grupos la manera como se entiende y se ejerce la autoridad es muy diferente (cf. Lc 22,24-27).

La autoridad en la Iglesia es un servicio. No es un privilegio o una dignidad. Es un ministerio en favor de los demás[1].

Sabemos que «todo cargo es carga», pues implica responsabilidad, esfuerzo y tiempo. Por eso, muchos rechazan los cargos de autoridad. Esto se debe a la pereza, al acomodamiento, a la tendencia a evitar riesgos, críticas o problemas.

Ser elegido o nombrado para un cargo de autoridad significa reconocimiento por parte del grupo. Es una manifestación de que nos valoran, de que creen en nuestras capacidades, de que confían en nosotros. Esto nos hace sentir valiosos y dignos de confianza. Dejar de tener el cargo supone perder todo eso.

¿Qué nos sucede, cuando, después de haber tenido “un hueso”, dejamos de tenerlo?

Sin hueso

Al dejar un cargo, podemos sentirnos contentos por haber sido liberados de la carga, pero esto no quita que vivamos un proceso de duelo, de luto, pues perdemos algo que significa mucho para nosotros.

¿Cómo reaccionamos ante esta pérdida?

ð     con rabia y rebeldía: «Aquí no tenemos lugar los viejos», «Son unos ingratos; no valoran todo lo que hice por ellos»…

ð     con depresión: «Ya no sirvo», «Me quitaron porque lo hice mal»… Si consideré que tener un cargo fue una conquista mía, entonces dejar de tenerlo puedo interpretarlo como un fracaso.

ð     con racionalización: «Tuvieron razón en no reelegirme», «Qué bueno que haya otras personas mejores que yo»…

ð     con celos y envidias: «Ya verán que el nuevo coordinador no hará ni la mitad de lo que yo hice», «La eligieron, porque es más rica / joven / atractiva que yo, pero yo soy más capaz que ella»…

Tentaciones

Ya no tengo el cargo, ¿ahora qué? Pues con sinceridad aceptar que, para mí, no es indiferente ya no tenerlo. Sólo así puedo superar las tentaciones que se me presentan.

1.     Una tentación es buscar el reconocimiento o la gratitud de las personas a quienes serví. Y para esto recordarles, una y otra vez, todo lo que yo hice, lo que me sacrifiqué por ellas, los problemas que tuve que enfrentar, las metas que alcancé.

2.     Otra tentación es querer ejercer todavía una influencia sobre el grupo, y convertirme así en una autoridad paralela. Esto sólo consigue que el grupo se divida. Hay personas que sienten hacia mí una deuda de gratitud o que están vinculadas afectiva­mente conmigo; yo puedo seguir influyendo en el grupo a través de ellas.

3.     La tercera tentación es cambiar de grupo o crear uno nuevo donde yo siga teniendo la máxima autoridad: «Tengo mucho que dar, pero aquí ya no me quieren; buscaré otra comunidad donde sea útil y sí me valoren». Esto se agrava, cuando otros grupos eclesiales andan “a la caza” de personas capacitadas y con experiencia, para aprovecharlas en sus obras.

4.     Otra tentación es volver a tener en el grupo una actitud pasiva o, cuando mucho, receptiva, como cuando ingresé. «Ya trabajé; ahora me toca descansar».

¿Cómo superar estas tentaciones?

1.      A la primera tentación, hay que hacerle frente recordando la palabra de Jesús: «ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les mandaron, digan: “no somos más que unos simples servidores, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”» (Lc 17,10). Con humildad, desprendámonos de “nuestra obra”; lo que hicimos, hecho está. Es vergonzoso que el antiguo líder viva mendigando gratitud. Además, aunque nadie reconociera lo que hiciste, «tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6,4).

2.      La manera evangélica de enfrentar la segunda tentación nos viene presentada en la persona de Juan Bautista. Sus discípulos van y le dicen que todas las gentes se están yendo con Jesús. Juan responde con una frase que nos deberíamos saber de memoria: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30).

3.      Para superar la tercera tentación, se requiere de una decisión impregnada de humildad y creatividad. Decisión de permanecer en el mismo grupo, aunque parezca que esto sea un retroceso, pues ya no me ofrece metas que alcanzar (en una empresa, sí sería un retroceso que el Director General pasara a ser obrero; en un grupo cristiano no es ningún retroceso dejar de tener autoridad). Humildad para reconocer que soy un instrumento en las manos de Dios; si Él me quiso utilizar para servir en el ministerio de la autoridad, pues ¡qué bueno!; si ya no lo quiere, pues ¡qué bueno! Y creatividad, para buscar nuevas maneras de aportar al grupo mis capacidades y mi experiencia (de esto hablaré más adelante).

4.      Frente a la cuarta tentación: ¡no enterrar el talento! (cf. Mt 25,25). Lo que yo aprendí y recibí durante el tiempo que tuve el cargo es una riqueza que no puedo desperdiciar, pues Dios me la dio para emplearla en favor de los demás.

Para los/as religiosos/as y sacerdotes es más fácil vencer estas tentaciones, pues lo común es que, después de haber dejado un cargo, sean enviados a una parroquia, una comunidad o una ciudad diferente, incluso lejana, del lugar donde estuvieron. De esta manera dejan libre el espacio para la nueva autoridad, y pueden aprovechar su experiencia y capacidades en otro proyecto.

Si me van a poner una inyección, de antemano me dispongo anímica y físicamente. Así, aunque sienta el dolor, mi reacción nunca será igual a la que tendría si me la pusieran sin avisarme.

Una persona con autoridad en un grupo eclesial, de ordinario ya sabe que su período de servicio concluirá en una fecha determinada. Una buena forma de prepararnos para ese momento es pedir al Padre, con suficiente anticipación, que nos dé su Espíritu para disponernos a ese cambio; pedirle “no ser un estorbo” para quien venga; pedirle apertura de mente y docilidad de corazón.

Todos podemos prepararnos de antemano a dejar el cargo. Así, aunque sea un proceso doloroso, de duelo y de luto, podremos vivirlo con serenidad.

Pistas para quien dejó el hueso

Quien dejó un cargo, lo primero que debe hacer es tomar una decisión. Una decisión de la que depende todo lo demás. Es ésta: Decidir dejar de tener un influjo dentro del grupo. En palabras de Juan Bautista, que conviene escuchar una vez más: «Es necesario que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). No hacer sombra al nuevo coordinador, no constituirme en una autoridad paralela, no obstaculizar su trabajo.

Después de haber estado un tiempo en el cargo, adquirí frente al grupo una autoridad moral; mi palabra tiene peso; mis acciones nunca volverán a ser indiferentes; mi presencia siempre es significativa. Por eso, debo poner un freno a muchas cosas que antes hacía, es decir: no dar mi opinión, no exponer mis puntos de vista, no aportar mis “geniales” ideas, no hacerme presente en deter­minados lugares, no…, no…, no…

Esta renuncia es deliberada, fruto de una decisión. Esta renuncia es por el bien del grupo, por el bien del nuevo coordinador y por mi propio bien.

¿Y cuando me pregunten, y cuando quieran que yo actúe…? Pues lanzarlos a seguir al nuevo líder: «hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).

De mí depende que el cambio de autoridad sea para el grupo un conflicto destructivo o un relevo sereno. Los celos y las envidias hicieron que Saúl percibiera a David como su enemigo, y que el proceso de sucesión fuera una lucha a muerte (cf. 1S 16). Por el contrario, el cambio de autoridad de Moisés a Josué (cf. Nm 27,15-23; Dt 31,1-8; Jos 1,1-5), y de Elías a Eliseo (1R 19,19-21; 2R 2,1-15), fueron momentos de crecimiento y esperanza.

También debo evitar personalizar los cambios que está haciendo la nueva directiva. Si modifican algo, no significa que quieren destruir “mi obra” o, menos aún, que están en mi contra.

Otro elemento de mucha importancia es recordar que la vida cristiana es, ante todo, discipulado. Ejercer una autoridad es algo accidental y provisional; ser discípulo de Jesús es lo fundamental. Por tanto, ahora, sin hueso, debo valorar mi pertenencia a una pequeña comunidad, continuar mi proceso de formación (aunque yo haya sido el formador de los formadores), y realizar una acción apostólica. Si antes esta acción fue directamente en favor del grupo, ahora puede ser, junto con el grupo, en favor de otros.

Si es fundamental valorar mi pertenencia a la pequeña comunidad, no es para encerrarme en ella, sino para que, desde allí, me pueda lanzar a otros horizontes y pueda aportar mi riqueza a otro nivel.

¿Mi riqueza? Sí, mi riqueza, reconocida con sencillez y gratitud, y con la responsabilidad de emplearla adecuada­mente. Además de mis capacidades (que debo tenerlas, pues por algo me nombraron para desempeñar un puesto de autoridad), el haber estado en el cargo me ha dado oportunidad de irme capacitando, me ha dado experiencia de liderazgo y me ha permitido tener contactos y reuniones a otros niveles (consejo parroquial, diócesis, comisiones episcopales; consejo local, zona, a nivel de toda la Obra).

No puedo enterrar esta riqueza; tengo que emplearla en bien de los demás. Pero cuidando, escrupulosamente, ser fiel a la decisión de «dejar de tener un influjo dentro del grupo». ¿Cómo armonizar esto?

Creo que un campo propicio para trabajar en favor del grupo y para provecho de los demás, sin hacer sombra, es la expansión.

San Pablo, en sus viajes apostólicos, va fundando comunidades. Llega a un lugar, anuncia el Evangelio de Jesucristo, imparte el bautismo, constituye la comunidad y nombra dirigentes. Entonces se marcha a otra parte y allí comienza de nuevo el ciclo. Así se va difundiendo el Evangelio por todo el mundo; así va creciendo la Iglesia.

«Ya terminé mi período como coordinador, ¿ahora qué?» Ahora ir a otros lugares y anunciar el Evangelio; ahora fundar nuevas comunidades.

Debo, además, estar disponible para otros servicios (más adelante sugeriré algunos) que me pida la nueva autoridad, pero sin sentirme agredido o despreciado en caso de que no me pidieran ninguno.

Pistas para quien recibió el hueso

Para evitarse conflictos con la autoridad anterior, y para evitárselos al grupo, la nueva autoridad debe ser evangélicamente astuta (cf. Mt 10,16). Esta astucia está formada por inteligencia, prudencia, paciencia y, sobre todo, caridad. Y si no se pueden evitar todos los conflictos, al menos se podrán atenuar.

La nueva autoridad, antes de actuar, debe ver: conocer el proceso llevado por el grupo, los proyectos; conocer a las personas, la relación entre ellas, la relación entre las diversas secciones; saber si los miembros tienen claridad de objetivos, si están vinculados con la institución…

Después, juzgar: ¿qué está pasando en el grupo?, ¿cómo están las personas?, ¿qué proyectos conviene continuar, cuáles dejar, cuáles iniciar?, ¿cómo renovar el entusiasmo en los integrantes del grupo?, ¿hacia dónde dirigirnos?…

Y por último —sólo después de haber visto y juzgado— actuar. De esta manera se evita el frecuente error de querer comenzar de cero (con lo cual se da el mensaje: «todos los anteriores no han hecho nada») o de empezar a caminar sin saber hacia dónde dirigirse.

Si el líder es astuto, sabrá aprovechar el trabajo del anterior y dar continuidad a los proyectos que sean viables. Nunca pretenderá minimizar u opacar la obra del anterior, sino valorarla y agradecerla.

El nuevo líder debe aceptar que durante un tiempo, digamos un año, va a convivir con “el fantasma” del líder anterior. Esto, no por culpa del líder anterior (que incluso pudo haber muerto), sino porque es normal que los miembros de un grupo recuerden lo vivido: «con fulanita hacíamos…», «zutano nos dijo…»

No es fácil convivir con un fantasma, pero qué difícil es pelearse con él o pretender borrarlo de la memoria del grupo. “Convivir” significa aceptar —sin dejar que los celos me dominen— que el anterior coordinador (aunque haya muerto o esté a mil kilómetros de distancia) sigue teniendo un gran influjo en el grupo; que todo lo que dijo tiene peso de autoridad; que todo lo que hizo es modelo de conducta.

El anterior coordinador, por el simple hecho de haber estado en este puesto antes que yo, no es mi enemigo. Debo impedir que el grupo nos haga enfrentarnos. Debo ser intolerante a las críticas que se le hagan. A toda costa debo evitar criticarlo.

Incluso puedo aprovechar las cualidades del anterior; puedo consultarlo, pedirle su punto de vista, obtener de él información sobre el proceso llevado. Esto con mucha prudencia y sin darle a entender que él, a través de mí, es quien sigue dirigiendo la institución. No se trata de depender del anterior evadiendo mi responsabilidad, sino de saber aprovechar su experiencia y capacitación para beneficio del grupo.

Una excelente manera de aprovechar al antiguo coordinador y de darle un cauce a su riqueza es lanzarlo a la expansión, a fundar nuevas comunidades (sobre esto ya dije algo).

Otra manera es pedirle servicios en la formación. Pedirle que dé un curso, que organice un taller para capacitar formadores, que elabore programas de estudio o temas de reflexión. No esperemos a que la persona venga a ofrecernos estos servicios; vayamos nosotros a solici­társelos.

Se podría también integrarlo en otras comisiones o equipos de servicio: elaboración y difusión de material, contacto con otros organismos eclesiales, diseño de páginas de internet para dar a conocer a la Obra o la Espiritualidad, enlaces de correo electrónico con personas de otros países interesadas en la Obra, etc.

A las aceitunas sin hueso, rellenarlas con anchoas o con pimiento. ¡Buen provecho!

No cometamos la estupidez de poner en un rincón al antiguo coordinador, o de hacerle sentir que para nada lo necesitamos. Una persona capacitada y con experiencia siempre es útil; y, si nosotros no le damos trabajo, otros grupos lo harán. Si al antiguo coordinador no le queremos confiar una nueva misión, luego no nos quejemos de que haya dejado el grupo. Al relegarlo, nosotros lo hemos empujado a salir.

Pistas para el grupo

En un grupo que ha vivido un cambio de autoridad, es normal que exista descontrol. El grupo debe adaptarse al nuevo líder, y éste al grupo. Y esto requiere tiempo.

Un cambio de directiva, para una organización, es una gran oportunidad para renovarse y crecer. Pero esta oportunidad puede ser desaprovechada por la misma organización, debido a la resistencia que todos tenemos frente al cambio: «Más vale malo conocido…»

Sin apertura a la novedad y al cambio, toda comunidad está condenada a la muerte o, cuando menos, anclada en la mediocridad.

Muchas veces el grupo, por una equivocada fidelidad a la autoridad anterior, neutraliza las aportaciones de la nueva. Todo lo que ésta propone es rechazado. Todo lo que dice es confrontado con lo que dijo la anterior. Abundan las frases de comparación: «Siempre lo habíamos hecho así, ¿por qué ahora no?», «La anterior animadora nos había dicho lo contrario».

Evitemos hacer comparaciones. Seamos odres nuevos para el vino nuevo que se nos ofrece (cf. Mt 9,17).

Rompamos con nuestra inercia y lancémonos hacia los horizontes que nos presenta la nueva autoridad. Atrevámonos a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios.



[1] Cf. Torre Medina Mora F: «Autoridad, ¿para qué?», en Encarnar el Evangelio. Tlaquepaque, Editorial Alba, 1996, 119‑135.