«Semillas de esperanza»
La cruz no es fin, sino medio

Autor: Padre Fernando Torre, msps.

 

 

Aquel día Alejandro no quiso levantarse temprano. Según él, se sentía un poco mal. “Lo que tiene es flojera”, pensaba yo para mis adentros. Al mediodía, cuando regresé a la casa, me enteré que lo que yo suponía que era flojera, en realidad era apendicitis. A las cuatro de la tarde, lo internaron para operarlo. Con su bisturí, el cirujano abrió el abdomen y le extrajo el inflamado apéndice. A los pocos días, Alejandro recobró la salud. ¡Bendita mano y bendita destreza del cirujano! ¡Bendito bisturí, que causa dolor, pero da vida!

Este acontecimiento, como por contraste, me hace recordar otro que me tocó presenciar: íbamos caminando por la plaza de Valle de Bravo, cuando vimos que un hombre, con las manos en el estómago, lentamente y tambaleándose, se acercaba hacia nosotros. Dio unos cuantos pasos y rodó por el suelo. Nos acercamos a él. Estaba agonizando. Le habían dado varias puñaladas en el estómago. Después de un rato… murió. Pienso en la mano y en el puñal que le causaron la muerte. Prefiero callar.

Todos sufrimos. Sí, absolutamente todos. Nadie se escapa de esta epidemia. No existe vacuna contra este virus. Ya Job se quejaba diciendo que “el hombre tiene una vida breve y repleta de sufrimientos” (Jb 14,1).

Y, sin embargo, nadie desea sufrir. El sufrimiento, en sí mismo, es absurdo. Nuestra naturaleza sistemáticamente rechaza el dolor, el sufrimiento, la muerte.

Deseamos, a toda costa, eliminar el sufrimiento de nosotros y de los demás. Pero todo es inútil. Experimentamos que somos incapaces de evadir el dolor; entonces nace en nosotros un nuevo sufrimiento.

El hombre, cuanto menos está dispuesto a sufrir, más sufre. Es ésta una de las grandes paradojas de la vida del hombre.

Y rechazamos el dolor, porque sufrir, ciertamente, es desagradable. Pero, dado que el sufrimiento es, desde el pecado, una ley universal sin excepciones, es necesario que cada uno le encuentre un sentido al dolor, a su propio dolor.

Magistralmente, el Vaticano II nos ha dicho que “por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte” (GS 22). Fuera de Cristo, el sufrimiento es absurdo; pues al no desembocar en nada, se transforma en fin. A la luz de la muerte y resurrección de Cristo, a la luz del Espíritu Santo, el sufrimiento tiene un sentido: es un medio para conseguir un fin mayor; no es el punto de llegada, es sólo el camino. La última estación del Viacrucis, en realidad, no es la 14ª: “Jesús es colocado en el sepulcro”, sino la 15ª: “Y al tercer día, resucitó”.

Un sufrimiento en el que Cristo está ausente se convierte en fin y, por tanto, carece de sentido para el que lo sufre. Es como el sufrimiento de aquel hombre de Valle de Bravo, del que antes hablé, que había recibido varias puñaladas en el estómago. Es una herida que no tiene respuesta a la pregunta para qué.

El sufrimiento, a la luz de la Pascua de Cristo se hace luminoso, tiene un sentido para el que lo sufre. Esto no le quita nada de su crudeza y repugnancia al dolor; Jesús no vino a suprimir el dolor, sino a darle un sentido. Es como la herida que amorosa y delicadamente hace el cirujano con el bisturí en el abdomen del enfermo para extraerle la parte infectada, y así puede el enfermo recobrar nuevamente la salud.

Para aceptar que se me hiciera una herida así nomás porque sí, necesitaría estar loco. Pero, si estuviera enfermo y el medio necesario para recobrar la salud fuese una operación, con gusto la aceptaría. Y no es que buscara el dolor, sino que pretendería conseguir la salud. “Era necesario que el Cristo padeciera eso y así entrara en su gloria” (Lc 24,26).

Aceptar o buscar el sufrimiento por sí mismo, sin un para qué, jamás; eso sería masoquismo. Pero ¡bendito el sufrimiento!, si, a ejemplo de Cristo y movidos por el Espíritu Santo, hacemos del sufrimiento un medio para realizar en nosotros el designio amoroso del Padre.

Las causas de nuestros sufrimientos son muy variadas: enfermedades, accidentes, hambre, temores, fracasos, humillaciones, desajustes de personalidad, desórdenes psíquicos, soledad, angustia, no aceptación de lo que soy —mi historia, mis padres, mis experiencias, mi cuerpo, mis defectos, mis limitaciones, etc.—, penas morales, envidias, celos, calumnias, el ser rechazado por los demás, odios, desempleo, injusticias, guerra, la lucha por ser mejor, el temor a perder lo que tengo, la conciencia de mis pecados, mi tibieza, mis vicios… la muerte.

Si vemos nuestra cruz a la luz de la cruz de Cristo, de su muerte y resurrección, adquiere un sentido. Y si la vivimos, bajo la acción del Espíritu Santo, como Cristo y con Él, se transforma en medio salvífico, pues nos purifica, nos une a Cristo, nos transforma en Él; por medio de ella colaboramos con Cristo en la obra de la salvación, y glorificamos al Padre Celestial.

Nuestros sufrimientos son la cruz que cada día tenemos que tomar para seguir a Jesús. Cruz en la que tenemos que clavarnos y morir, para que, desde esta tierra, la vida de Jesús se manifieste en nosotros, y en la vida verdadera y definitiva gocemos plenamente del Señor.

Todos sufrimos. Sufrir no es una invitación que podamos aceptar o rechazar.

Pero sí tenemos oportunidad de elegir cómo sufrir; podemos escoger la actitud con la cual vivir el sufrimiento. La única actitud cristiana ante el sufrimiento es, bajo la acción del Espíritu Santo, aceptarlo como Cristo lo aceptó, vivirlo como Él lo vivió, y ofrecerlo como Él lo ofreció.

De nosotros depende darle o no un sentido a nuestro sufrimiento; darle una respuesta a la pregunta: ¿para qué este sufrimiento? La única respuesta válida es la que Jesús dio: para glorificar al Padre, realizando en el mundo su plan de amor, que es salvar al hombre, ser amigo de él, y transformarlo en Cristo, por la acción del Espíritu Santo.

La cruz no es fin, es medio. A la luz del Espíritu Santo, la cruz de cada día es el medio que, por amor, el Padre misericordioso nos regala para transformarnos en Cristo, su Hijo.