«Semillas de esperanza»
Soberbia

Autor: Padre Fernando Torre, msps. 

 

 

         A primera vista parece que la soberbia es algo ajeno a nosotros. Sin embargo, la realidad es que en cada persona hay una raíz de soberbia que frecuentemente echa brotes y que, además, alimenta la vanidad y el orgullo.

La vanidad es muy burda. La persona vanidosa busca la alabanza de los demás, muestra sus cualidades o sus atributos físicos, su ropa o sus conocimientos, sus apellidos o sus éxitos —reales o inventados—, para ser admirada. También puede mostrar sus sufrimientos, enfermedades o problemas, con tal de no pasar inadvertida.

El orgullo es más refinado. El orgulloso se desentiende de las alabanzas ajenas; le basta la conciencia de su propia grandeza, ciencia o virtud. El orgulloso es duro y desprecia a los demás.

La soberbia es diabólica. El soberbio se enfrenta con Dios: «No te necesito; tu ayuda me sobra; me basto a mí mismo». Quizá no lo diga abiertamente, pero así actúa. Al expulsar a Dios de su vida se convierte en su propio dios. Pero la egolatría es cruel: conduce a la soledad, amargura, depresión, ira o desesperación.

A Dios le interesa nuestra salud espiritual y nuestro crecimiento. Por eso, para curarnos de la soberbia, permite que palpemos nuestras limitaciones y miserias. Sólo al contacto con nuestra tierra (humus), se desarrolla en nosotros la humildad.

La misma vida, a través de los acontecimientos o las personas, nos va dando, a manos llenas, pequeñas humillaciones, que son maravillosas oportunidades para ejercitar la humildad.

Además, para alcanzar la humildad, hay que pedirla al Espíritu Santo. Pero, para esto, primero hay que valorarla como algo positivo y desearla como un bien para nosotros.