«Semillas de esperanza»
El crucificado

Autor: Padre Fernando Torre, msps. 

 

 

Es una pena que nos hayamos acostumbrado a ver la imagen de Jesucristo crucificado, pues ya casi no nos dice nada. Difícil nos resulta recordar si en la casa de un amigo o en un local que hemos visitado había o no un crucifijo. Mirar al Crucificado debería causarnos la misma impresión, honda e imborrable, que si viéramos en una casa la fotografía de un pariente fusilado o ahorcado.

En algunas culturas el crucifijo es rechazado: ven a un hombre agonizante o muerto, cuyas manos y pies están atravesados por clavos; con una corona de espinas; que tiene la espalda herida por la flagelación; con sangre por todas partes. Nosotros también vemos esto ¡y permanecemos indiferentes!

Un día, mientras yo presidía una celebración, una niña de tres años de repente estalló en lágrimas; su rostro se llenó de horror. ¿La causa? Había visto de cerca una imagen, de tamaño natural, de Cristo crucificado.

Contemplar al Crucificado debería suscitarnos vergüenza y arrepentimiento, pues Jesús fue asesinado por nosotros. La cruz de Cristo es el signo del odio que le tenemos a Dios, es el signo de nuestro rechazo a su amor. ¿Qué siente una madre al mirar el rostro de su hija, quemado por aceite hirviendo que ella derramó?

Por otra parte, al contemplar al Crucificado deberíamos experimentar gratitud, alegría y orgullo, pues la cruz es el signo del amor del Padre a la humanidad. Es el signo del amor que Jesucristo nos tiene: «nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Es el signo del amor de Jesús a su Padre. Y es también el signo del amor que los humanos le tenemos a Dios; Jesús es verdadero hombre, no lo olvidemos.

El Crucificado es el signo más denso y elocuente; no dejemos que la costumbre nos arrebate su significado.