«Semillas de esperanza»

A gusto

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

 

Todos vivimos en comunidad: desde ese gran grupo que es la humanidad hasta los que vivimos bajo el mismo techo, pasando por el país, el estado, el municipio, la colonia, los vecinos, el trabajo, la escuela, la parroquia, la familia. Todos necesitamos de los otros y anhelamos relacionarnos bien con ellos, pero nos es difícil pues somos complicados.
Si quieres tener buena relación con los demás, sé sencillo.
Hay una sencillez que sólo se da en las cumbres de la vida espiritual. Yo trataré aquí de otra más pequeña: la sencillez “del diario”.

Todos conocemos sujetos a los que nunca se les da gusto. Con nada están satisfechos. A todo le encuentran “un pero”. De todo se quejan. Por el contrario, una persona sencilla es fácil de complacer. Sabe tomar lo bueno de todo; no se queja de lo negativo o deficiente sino que lo acepta o lo deja de lado. Quien es sencillo goza con todo y disfruta las cosas pequeñas.
En compañía de una persona sencilla te sientes a gusto. Es tratable. No te preocupas por si le gustará o no lo que haces. Es alguien con quien de buena gana harías un viaje de un mes.
La persona sencilla es sincera en su trato con los demás. Sabe decir lo que piensa; no calla la verdad por respetos humanos. Se define. Con una persona así, sabes a qué atenerte, pues su «sí» es sí, y su «no» es no (cf 1Co 1,19 20). Es llana, franca, sin doblez.
Como no quiere impresionar a nadie no exagera las cosas. Como no quiere justificarse ante nadie no minimiza su responsabilidad. Tiene la cualidad —poco común— de dar a las cosas su justo valor.
El sencillo se siente a gusto consigo mismo. No le teme a la soledad ni huye del silencio pues es buen amigo de sí mismo. Hay personas que se aborrecen a sí mismas: ¡qué insoportable debe ser vivir 24 horas al día con alguien que aborrezco! El sencillo ha unificado su interior, se ha reconciliado consigo mismo, se acepta como es y se ama (cf Mt 22,39); por eso disfruta de su propia compañía. 
El sencillo no se da demasiada importancia. Sabe reírse de sí mismo. No le asusta el fracaso. Tampoco se hincha con el éxito ni se le suben las alabanzas. No presume de sus cualidades, pero tampoco las niega. Da poca importancia al “qué dirán” pues no es esclavo de la aceptación o el aprecio de los demás. Los que no son sencillos cuando ascienden a algún puesto o reciben un reconocimiento pierden la frescura en el trato con los demás: se vuelven “importantes”.
El sencillo es lo que es. No aparenta ser más ni menos. Quiere ser mejor pero sin dejar de ser él mismo. Es una persona a gusto.

Qué bello matiz adquieren muchas acciones si son enriquecidas por esta virtud: dar con sencillez (cf Rm 6,8), recibir con sencillez, hablar con sencillez, orar con sencillez (cf Mt 6,7 8), vivir con sencillez.
Decimos que algo es sencillo, cuando es simple y natural. Pero “sencillez” tiene también el significado de ingenuo, bobo, inocente y fácil de engañar. Por eso Jesús, al recomendarnos ser «sencillos como palomas», nos manda que seamos «astutos como serpientes» (Mt 10,16). ¡Qué bien nos haría también vivir otras virtudes por parejas: prudencia y audacia, constancia y flexibilidad, paciencia y esperanza, humildad y eficacia!
Adquirir o desarrollar la sencillez no es tarea fácil, ya que es una de esas virtudes que sólo se adquieren “de rebote”. Podemos esforzarnos por ser más ordenados o más puntuales, pero ¿cómo lograr ser más sencillos? La sencillez no es una conquista que realizamos sino un regalo que recibimos. Trabajar por ser sencillos consiste en disponernos para recibir ese don; es permitirle al Espíritu Santo que nos vaya simplificando.
La sencillez no consiste en ir adquiriendo algo sino en ir perdiendo complicación, adornos, ostentación, composición, dobleces y artificios.
No es posible aparentar sencillez; inmediatamente “se ve el cobre”. Nada tan falso como una sencillez postiza y afectada. Es una contradicción complicarse la vida por querer aparecer como sencillo —la sencillez podrá ser difícil pero no complicada—. El que es sencillo ni siquiera pretende aparecer como tal.
Dichosos aquéllos a quienes Dios —a través de la naturaleza, el ambiente familiar o la educación— les ha dado la sencillez como rasgo de su personalidad. Pero estos afortunados son pocos. La mayoría hemos de ir simplificándonos con lentitud a base de trabajo y purificaciones progresivas.
Me resisto a presentar la sencillez de los niños como ejemplar, pues está entretejida de egocentrismo, vanidad y búsqueda de gratificación. Prefiero la sencillez de los santos (y la de algunos adultos): sencillez sólida y probada.

Nuestra relación con Dios debe ser a gusto. Nada de protocolos ni temores sino que ha de estar impregnada de sencillez y confianza. Jesús escandalizó a sus contemporáneos por el modo como se relacionaba con Dios. El Dios de Jesús no era un Dios lejano y terrible sino un padre lleno de ternura a quien confiadamente llamaba «Abbá», es decir «Papá» (Mc 14,36; cf Jn 5,18). La relación de Jesús con su Padre no es infantil sino filial; es una relación que irradia sencillez.
«Aprended de mí, que soy sencillo y humilde» (Mt 11,29), dijo Jesús. El es el modelo de la sencillez. Seguirlo a él es lo que nos simplifica.