«Semillas de esperanza»

Asesinos de profetas

Autor: Padre Fernando Torre, msps.  

 

 

Parece que matar a los profetas era común entre los israelitas. No deja de ser contradictorio que un pueblo para el que escuchar a Yahveh (cf Dt 6, 4) es el rasgo más característico de su religión, sea un pueblo que mata a quienes le transmiten la palabra de Dios.
En la historia del Pueblo de Israel encontramos que muchos de los profetas fueron asesinados (cf Ne 9, 26; Jr 2, 30). Jezabel mandó matar a todos los profetas de Yahveh (cf 1 R 18, 13). Zacarías fue asesinado entre el santuario y el altar (cf Mt 23, 35). «¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres?», preguntaba Esteban a quienes estaban por apedrearlo (Hch 7, 51 53).
El pueblo o el rey consultan a Yahveh para conocer su voluntad; y cuando la comunica a través de un profeta, se agrede a éste por haber trasmitido la palabra de Dios (cf Jr 23, 9 32; 26, 1 15; 28, 1 17).
El profeta no siempre dice lo que nos gustaría escuchar. El profeta anuncia la verdad; y ésta muchas veces nos es intolerable. Y ya que no podemos eliminar la verdad, buscamos deshacernos de quien nos la transmite. Matando al profeta pensamos librarnos del malestar que nos provoca la verdad; pero en realidad, al matarlo, nos estamos condenando: «Ay del mundo si anula a los profetas que le dicen la verdad. Pues sólo la verdad lo puede salvar». 
La persecución es un signo distintivo de la autenticidad del profeta. Jesús dice a sus discípulos: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 11 12). «¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, porque de ese modo trataron sus padres a los falsos profetas» (Lc 6, 26).

El verdadero profeta es perseguido porque es fiel al Dios que lo envía, y fiel a la verdad que debe anunciar. 
No es fácil para el profeta realizar su misión. Sabe que con su palabra causará molestia en aquellos que lo escuchen. Se arriesga a ser perseguido. Por eso el profeta se ve tentado a eludir su misión: Jeremías se rebela contra Yahveh por tener que anunciar muerte y destrucción (cf Jr 20, 7 18); Ezequiel sabe de antemano que no será escuchado (cf Ez 2, 4 9; Jr 7, 27 28). El libro de Jonás nos relata graciosamente las peripecias por las que pasa ese profeta que buscaba liberarse de su encargo.
La fidelidad a la propia vocación es lo que hace creíble la palabra del profeta: si en la persecución el enviado de Dios se mantiene firme, su mensaje queda autentificado. Dios mismo da al profeta la gracia de la fidelidad: «Te harán la guerra, pero no te vencerán, pues yo estoy contigo para salvarte» (Jr 1, 19).
A Jesús lo mataron por ser fiel a su misión, porque dijo la verdad de parte de Dios, porque transmitió a los hombres la buena nueva del reino. Al mismo tiempo que anunció el amor, el perdón y la alegría, supo denunciar la mentira, el odio, la injusticia y el pecado.
Jesús no hizo componendas con nadie. A todos desconcertó. A quienes tenían falsas expectativas sobre el Mesías, los defraudó. Jamás se dejó manipular. Qué bello testimonio, sobre la autenticidad profética de Jesús, hace un discípulo de los fariseos al decirle: «Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te hace retroceder, porque no buscas el favor de nadie» (Mt 22, 16). Jesús se mantuvo fiel a la verdad; por eso fue tan molesto. Habían intentado despeñarlo (cf Lc 4, 29) y apedrearlo (cf Jn 10, 31 33); acabaron crucificándolo.
La suerte de los profetas es el martirio; son asesinados por ser fieles a su misión. Así le ocurrió a Jesús y a los profetas de la antigua alianza. Lo mismo pasó a los apóstoles y a los demás heraldos de la verdad. Y así le sucederá a todo el que ose anunciar el evangelio y denunciar el odio, la injusticia, la mentira y el pecado (cf Lc 21, 12 19). «Todo el que se proponga vivir como buen cristiano será perseguido» (2 Tm 3, 12).

A todos los auténticos profetas se les pretende matar; la clase de muerte es lo que varía. A algunos se les ha martirizado. La sangre derramada ha sido su más elocuente predicación. Sigue vivo aún el testimonio de Esteban, Pablo, Ignacio de Antioquía... el del padre Miguel Agustín Pro y Mons. Romero. Cuántos otros han sufrido cárceles, atentados, amenazas, tortura, destierro (cf 2 Co 11, 23 27).
Una clase de muerte incruenta es la del acecho y la trampa. A Jesús le hacían muchas preguntas para ver si lo hacían caer (cf Mt 19, 3). Le pedían una señal del cielo «para ponerle a prueba» (Mt 16, 1). Frente a la mujer sorprendida en adulterio (que según la Ley debería morir apedreada) le preguntan a Jesús: «Tú, ¿qué dices?» Y el evangelista comenta: «Con esto querían ponerlo en dificultades para poder acusarlo» (Jn 8, 4 6).
Otra manera de intentar matar al profeta es difamándolo. Para destruir su persona se le inventa un chisme: «Calumnia, calumnia, que algo quedará», hemos oído decir. De Jesús se dice que está endemoniado (cf Mc 3, 22), que es un comilón y un borracho (cf Lc 7, 34), que pretendía destruir el Templo (cf Mt 26, 61), que estaba loco (cf Mc 3, 21). Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero, para justificar la condenación de Jesús, buscaban un falso testimonio (cf Mt 26, 59 60). 
Desacreditar a una persona, es matarla a los ojos de los demás. Tal vez conozcamos a alguna persona que haya sido “asesinada” por un chisme: «Nuestra lengua es un mundo de maldad» (St 3, 6).
Jesús había previsto esta clase de muerte para los auténticos profetas: «Bienaventurados seréis cuando [...] digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa» (Mt 5, 11).
También se mata a una persona «sacándole sus trapitos al sol». El profeta dice una cosa y otro —que lo conoce bien— lo agrede diciéndole que su hermana es madre soltera o que hace quince años lo vieron borracho o que un tío suyo está en la cárcel o que cuando estaba en la primaria... Son argumentos contra la persona. Jesús sabía perfectamente que «ningún profeta es bien recibido en su tierra» (Lc 4, 24).
El profeta ha de ser digno de fe. Si se logra “demostrar” que como persona no es fidedigno, ¿quién va a creer en su palabra? Y todos hemos cometido errores; todos hemos fallado en algo; todos estamos heridos por el pecado. ¿Quién no tiene «cola que le pisen»?
Si lo que se quiere es desacreditar al profeta, es fácil hacerlo. Basta buscar en su historia personal. Si allí no se encuentra nada, pues se indaga a sus padres y hermanos. Si allí tampoco se encuentra algo, entonces se busca entre sus abuelos o bisabuelos...

Decimos que buscamos a Dios, que anhelamos cumplir su voluntad, que estamos abiertos a la verdad. ¡Quién va a negar esto! Pero mejor miremos en nuestro interior y preguntémonos: ¿Cuál ha sido mi actitud ante los profetas que Dios me ha enviado? ¿De qué manera los he escuchado? ¿Cómo he tratado de sacudirme el malestar que ha provocado en mí la verdad que me anunciaban? ¿De qué manera he asesinado a los profetas?
Quizá ni siquiera sea consciente de que Dios se sigue comunicando conmigo «por medio de los profetas». Jesús lloró por Jerusalén porque no supo reconocer el tiempo en que Dios la venía a visitar (cf Lc 19, 41 44). Y yo, ¿podría decir quiénes son los profetas a través de los cuales Dios me visita?
Ojalá que aquella lamentación que Jesús dijo por Jerusalén, no la tenga que pronunciar hoy por cada uno de nosotros: «Tú matas a los profetas y apedreas a los que Dios te manda» (Mt 23, 37).