Felicidad y caprichos

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

El sacerdote preguntó: “¿De veras quieres ser feliz?” El muchacho no tuvo la menor duda para responder: “¡Claro que quiero ser feliz!” Entonces el sacerdote lanzó un torpedo inesperado: “Entonces, ¿por qué andas detrás de cualquier capricho que pasa por tu cabeza?”

Cuando nos miramos a nosotros mismos, cuando contemplamos nuestra complicado modo de ser, encontramos una cantidad enorme de emociones, impulsos, miedos, deseos, alegrías fugaces o momentos de felicidad más profunda, frustraciones y sensaciones de amargura.

Descubrimos, especialmente, el paso de ocurrencias inesperadas que nos invitan a hacer esto o lo otro. A veces son simplemente caprichos, que nos llevan a buscar un gusto inmediato que no parece encajar ni “dañar” gravemente el proyecto general que tenemos para nuestra propia vida.

En realidad, muchos caprichos producen daños más profundos y duraderos de lo que pensábamos cuando les dimos rienda suelta.

Prometimos a un amigo ir a estudiar juntos. Pero al leer la programación televisiva de hoy, nos entraron unas ganas enormes de quedarnos en casa para ver un partido de fútbol. Decidimos estudiar el viernes por la tarde para tener el fin de semana libre. Pero luego, al ver la computadora, otra vez nos venció el deseo de “ganar” un partido en el último juego electrónico. Decidimos ir a visitar el sábado a un familiar enfermo. Pero al levantarnos, por la mañana, se estaba tan gusto en cama, y el familiar no es que fuese tan simpático...

Los caprichos, así, nos llevan a dejar de lado planes a veces muy hermosos. Con una voz entre lisonjera y molesta, los caprichos nos invitan a buscar ese instante de felicidad inmediato, “ahora”. Nos ofrecen un placer rápido, en un cigarrillo, en la fiesta de esta tarde, en un vídeo lleno de emociones, en el coger el periódico para hacer un crucigrama mientras dejamos que la familia se reúna para cenar sin nuestra presencia.

Un capricho siempre ofrece una pequeña ganancia. Pequeña y, no pocas veces, con un deje de amargura. Porque quien se deja esclavizar por el capricho del momento será un ser inmaduro, frágil y cambiadizo. Tal vez no pueda terminar nunca una carrera, ni construir un clima sereno y solidario entre los suyos. En su noviazgo o en su matrimonio fluctuará como las olas, que ahora vienen y luego van: hoy promete fidelidad hasta la muerte y mañana anda coqueteando con una nueva aventura amorosa. En su trabajo será incapaz de cumplir con los deberes más elementales, y no será extraño que pronto dejen su lugar para otro que sea más formal.

Vivir de caprichos lleva a perder tesoros de vida. Nos aparta del camino que lleva a felicidades más profundas, ganadas a veces con sacrificios y con trabajo, pero capaces de conquistar metas elevadas y de vivir según los valores de la justicia, la honradez, la solidaridad, el servicio, la donación sin límites a quienes viven a nuestro lado. Que, en el fondo, es la mejor manera de ser hombres y mujeres maduros y felices.

El muchacho tenía los ojos bajos. Ni siquiera sus padres se habían atrevido a quitarle la venda que no le dejaba ver a qué precipicio se arrojaba con sus caprichos y sus veleidades. Levantó la mirada, y, con un tono de voz serena y agradecida, respondió: “Tiene razón, padre. Vivo como una veleta y no llegaré muy lejos. Le pido que me ayude a ser maduro, a trabajar en serio, a dejar de perseguir el primer capricho que pase por mi cabeza, a buscar una felicidad más profunda y duradera”.

El sacerdote se alegró de no haber provocado amargura en aquel joven que, en el fondo, muy en el fondo, tenía un corazón bueno. Le invitó a entrar en la iglesia. Los dos juntos rezaron un momento, ante Jesús que da fuerza a los débiles y que ofrece una felicidad que el mundo y sus caprichos no conocen, que hace bella la vida terrena y que nos lleva al abrazo eterno, profundamente feliz, con un Padre que nos ama con locura.