Pobres los malos, ¡qué bien les va!

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

A veces se escuchan comentarios de envidia ante el “triunfo” de los malos. Ver a alguien que engaña, que roba, que trampea, que usa mil mañas para conseguir un trabajo, un dinero, un contrato, un puesto de gobierno. Ver a un esposo que se ufana de engañar a la esposa, a una esposa que hace lo mismo respecto de su esposo, a un hijo que presume de haber quitado el dinero de la herencia a sus familiares...

Nace, entonces, un extraño sentimiento de envidia: ¡qué bien les va a los malos! Hacemos propias las palabras de uno de los Salmos:

“Por poco mis pies se me extravían,
nada faltó para que mis pasos resbalaran,
celoso como estaba de los arrogantes,
al ver la paz de los impíos.
No, no hay congojas para ellos,
sano y rollizo está su cuerpo;
no comparten la pena de los hombres,
con los humanos no son atribulados.
Por eso el orgullo es su collar,
la violencia [es] el vestido que los cubre;
la malicia les cunde de la grasa,
de artimañas su corazón desborda.
Se sonríen, pregonan la maldad,
hablan altivamente de violencia;
ponen en el cielo su boca,
y su lengua se pasea por la tierra.
Por eso mi pueblo va hacia ellos:
aguas de abundancia les llegan.
Dicen: « ¿Cómo va a saber Dios?
¿Hay conocimiento en el Altísimo? »
Miradlos: ésos son los impíos,
y, siempre tranquilos, aumentan su riqueza” (Sal 73,2-12).

Los malos no saben, sin embargo, que su mayor desgracia consiste precisamente en sus triunfos. Si el malo descubriese el daño que se hace a sí mismo al hacer el mal, no lo haría. Pero piensa que gana, que triunfa, que conquista cosas largamente anheladas, que le “va bien”.

En realidad, cada maldad lo destruye internamente. Aunque no se dé cuenta, aunque siga engordando, aunque le feliciten los aduladores de turno, aunque le lleguen aplausos y premios de los amigos y de asociaciones nacionales e internacionales, aunque le aplaudan los principales periódicos, aunque su foto aparezca en cada rincón de su ciudad, de su país o del mundo entero.

El malo no sabe que cada vez que “triunfa” está fracasando, porque se convierte en algo semejante a lo que hace. Porque al final sólo tendrá por amigos a los malos y a algunos buenos ingenuos que no descubran su vileza. Porque sus riquezas y sus placeres le cegarán, le impedirán ver cómo su corazón cada día baja a los abismos. Porque no mirará al cielo para invocar ayuda ni para pedir perdón, porque creerá que con su dinero y su poderío será capaz de casi todo...

De casi todo... menos de vencer su propio mal, de romper las cadenas de la soberbia o la lujuria, de defender al pobre y al indefenso frente a otros malhechores que viven como viven los injustos. No es capaz de ver la fealdad de su corazón, esa miseria que lo corroe y que a veces, en breves momentos de lucidez, le permite intuir que algo no funciona en su vida.
Pobres los malos... ¡qué bien les va! Quizá algún día una desgracia, una sorpresa, un amigo sincero que les quite las vendas de los ojos, les ayudarán a ver que están en el desfiladero, al borde del precipicio, que avanzan hacia la muerte y la miseria.

Podemos dar gracias a Dios por evitarnos un mal paso, por permitirnos descubrir que la vida es hermosa sólo en la justicia que lleva al amor, que los bienes de esta tierra son caducos y frágiles como una sencilla hierba del campo, que de nada sirve tener riquezas ganadas a costa de injusticias desgraciadas.

Podemos hacer propias las palabras del salmo, para pedir a Dios ese corazón prudente que descubra, de verdad, que es triste la victoria del malo, porque es una victoria que destruye y que daña, que empobrece y que fracasa.

“Sí, cuando mi corazón se exacerbaba,
cuando se torturaba mi conciencia,
estúpido de mí, no comprendía,
una bestia era ante ti.
Pero a mí, que estoy siempre contigo,
de la mano derecha me has tomado;
me guiarás con tu consejo,
y tras la gloria me llevarás.
¿Quién hay para mí en el cielo?
Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra.
Mi carne y mi corazón se consumen:
¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!
Sí, los que se alejan de ti perecerán,
tú aniquilas a todos los que te son adúlteros.
Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios;
he puesto mi cobijo en el Señor,
a fin de publicar todas tus obras” (Sal 73,21-28).

Sí: pobres los malos, ¡qué bien les va!