Un almanaque, dos actitudes

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: catholic.net (con permiso del autor)

 

 

Viktor Frankl (1905-1997) explicaba de un modo muy plástico la diferencia entre el pesimista y el optimista: con la ayuda de un almanaque.

Ante el almanaque, el pesimista observa con horror cómo las hojas caen inexorablemente, día tras día. El almanaque adelgaza de modo inevitable. La vida se acaba, las oportunidades terminan, la edad nos debilita, el futuro se reduce, la muerte se acerca...

El optimista, en cambio, al final de cada día toma una hoja del almanaque. Escribe por detrás sus realizaciones, sus experiencias, alguna reflexión personal. Luego la guarda en un cajón, como un depósito de recuerdos. Siente con alegría cómo el montón de hojas guardadas se hace cada vez más consistente. Ha podido vivir muchos días, ha podido caminar en este mundo durante un tiempo hermoso y lleno de pequeños o grandes resultados.

Como todo ejemplo, es susceptible de mejoras, pero refleja bastante bien dos puntos de vista ante un mismo hecho: el tiempo no perdona. No podemos detener el paso del tiempo, no podemos hacer que se alarguen las vacaciones, que los años dejen de pasar en los almanaques, en las arrugas, en los achaques o en esos olvidos que nos ponen nerviosos, “porque antes no me pasaba esto”.

El realismo nos hace reconocer lo bello que es haber podido vivir un nuevo día. Muchas personas, hoy, han terminado su etapa terrena. Algunos, muy jóvenes. Otros, más maduros. Nosotros hemos tenido un día más, con sus emociones y su monotonía, con sus aciertos y sus errores, con sus notas alegres o con sus dejes de tristeza.

La línea de la vida avanza sin pausas. Los recuerdos nos permiten recoger un pasado lleno de riquezas. El almanaque, mudo, sencillo, obediente, no deja de perder sus hojas.

No sabemos si habrá un mañana, si al final del año podremos comprar un almanaque nuevo. Sí sabemos que cada instante escribimos nuestra historia. Es muy grande ese don, esa gracia, de vivir el momento presente, esta hora de mi vida y de la vida de quienes están aquí, junto a mí, en casa o en el trabajo, en un tren o en una calle bulliciosa.

Ahora vivimos en el tiempo, en la fugacidad, en lo que pasa rápido como las hojas de un almanaque. Un día, así lo creemos y esperamos, viviremos en ese mundo donde no hay ocaso, ni mal, ni despedidas. Un mundo en el que vive un Dios que es Padre, que conoce nuestra historia, que perdona nuestro pecado, que nos invita a la alegría, al optimismo. Ese optimismo que nace no sólo del recuerdo, sino de la certeza de un amor más grande.

Más allá del tiempo alguien quiere acogernos como a hijos, quiere limpiar heridas y perdonar pecados, quiere prodigar consuelos y abrazar, para siempre, a cada uno de sus hijos.