El poder, ¿esclaviza o libera?

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: Fuente: catholic.net (con permiso del autor) 

 

 

La palabra poder se relaciona con la palabra posibilidad. A más poder, más posibilidades, más acciones, más conquistas, más y más...

En la niñez, el poder es muy pequeño. Uno depende de sus padres, tiene un cuerpo débil y en desarrollo, no ha aprendido todavía a pensar de modo estructurado y reflexivo, no sabe distinguir entre lo peligroso y lo bueno.

Conforme pasan los años, el adolescente descubre que sus poderes aumentan. Aunque legalmente depende de sus padres, aunque tiene que ir “por la fuerza” a clases y obedecer ciertas normas, cada día percibe cómo su cuerpo aumenta en energías, cómo su mente es más profunda y perspicaz, cómo la familia y la sociedad le dejan un radio mayor de libertad, de posibilidades.

Cuando llegamos a la mayoría de edad, la vida queda puesta en nuestras manos. Ciertamente, hay límites que nos impiden hacerlo todo: límites en las energías físicas, en el dinero, en la inteligencia, en las leyes y costumbres que deben ser respetadas. Pero el pequeño, mediano o grande radio de acción y de poder que cada uno tiene indica cuáles son las acciones posibles, las elecciones que podemos llevar a la práctica.

Por lo tanto, a más poder, más posibilidades... Pero sin olvidar que el poder no lo es todo. Porque el poder esclaviza cuando no hay corazones buenos. Porque a mayor fuerza, mayores males. Un hombre con mucho poder pero sin respeto a la justicia, sin amor verdadero, hará mucho daño y terminará por destruirse a sí mismo.

Por eso hay poderosos que han naufragado en vicios y crímenes indescriptibles, que han sucumbido esclavos de egoísmos profundos y de odios absurdos. Basta con pensar en grandes tiranos, emborrachados por su poder político, económico y militar, que llenaron de lágrimas y de injusticias la vida de millones de seres humanos, y que a veces sucumbieron víctimas de su prepotencia.

El poder, por lo tanto, sólo nos dice cuál es el radio de acción de nuestras opciones posibles. Pero no nos dice cómo actuar bien y cómo conquistar la verdadera felicidad, la justicia auténtica, el amor que une los corazones y que mejora el mundo.

Lo importante, entonces, no es tener mucho o poco poder, sino suscitar en cada uno la bondad del corazón, plasmado con un sincero amor a Dios y al prójimo. Un hombre así será capaz de sembrar esperanza en los corazones, de atender a los heridos por la vida, de llenar de alegría a su familia, a sus amigos, a los compañeros de trabajo, a las personas con las que se cruce en los mil caminos de la existencia humana.

El poder sirve a la verdadera libertad cuando acogemos en serio las normas morales del Evangelio, los principios de la justicia y de la caridad cristiana; cuando vivimos no para contentar los caprichos del egoísmo insaciable, sino para servir y para dar sin medida a los que viven a nuestro lado.

El poder es así, ambivalente. Desde las posibilidades en las que cada uno vive, desde el radio de un poder pequeño o grande, decidimos el camino de la propia existencia y promovemos o arruinamos la dicha de cientos de vidas ajenas.

Si unimos nuestro pequeño poder, frágil, a veces enfermo de egoísmo, a la acción salvífica de Cristo, entonces nuestra existencia entra en horizontes nuevos, camina hacia la victoria de la Pascua. Se consume entonces, día a día, en las mil posibilidades de bien que Dios pone en nuestras manos. Manos temblorosas y frágiles, pero que quieren estar siempre abiertas al Poder inmenso del Dios que ama al hombre con locura.