San Pablo y el diálogo interreligioso

Autor: Padre Fernando Pascual, L.C.

Fuente: es.catholic.net (con permiso del autor)

 

 

¿Cómo afrontaría san Pablo el diálogo interreligioso? ¿En qué manera hablaría sobre Jesucristo en el mundo pluralista en el que hoy vivimos?

La respuesta puede encontrarse de modo bastante sencillo: san Pablo actuaría hoy como actuó en el mundo (también pluralista) en el que le tocó anunciar el Evangelio.

En primer lugar, san Pablo viviría hoy en una profunda actitud “eclesial”, unido a san Pedro y sus sucesores (los Papas), y a los apóstoles y sus sucesores (los obispos). Su trabajo encajaría plenamente en esa unidad profunda que nace de la misma fe, de la misma esperanza, de la misma caridad, porque somos un mismo cuerpo al participa de un mismo pan: Jesucristo (cf. 1Co 10,17).

En segundo lugar, san Pablo buscaría predicar a Jesucristo a través de todos los medios que tuviera a su alcance. Antes hablaba a viva voz o escribía cartas; viajaba a pie, cabalgando o en barco. Hoy se movería en un tren o en un avión; seguiría usando la palabra oral y escrita, y la haría oír en la televisión y la radio, en internet y en la prensa diaria.

También hoy, como en su tiempo, sus palabras encontrarían el rechazo de muchos. Pero ello no frenaría el arrojo misionero de Pablo. “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios” (1Co 1,23-24).

En tercer lugar, san Pablo apoyaría todo su trabajo apostólico en la oración y la renuncia de sí mismo. Estaría convencido de que debe rendir cuentas a Dios y no a los hombres (cf. 1Co 4,1-4); por lo mismo, no dejaría de aprovechar ninguna ocasión para gritar, para predicar, para anunciar que Cristo es el Salvador del mundo, el Redentor del hombre.

Por eso, abriría su corazón a las indicaciones del Espíritu Santo e iría allá donde hubiese necesidad del Evangelio. Hablaría sin miedo, con una fuerza profunda (desde Dios), “a tiempo y a destiempo”, y sabría reprender, amenazar, exhortar, con paciencia y doctrina, como recomendaba a Timoteo (2Tim 4,1-3).

El grito de su corazón no le dejaría tranquilo: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16-17).

En cuarto lugar, mantendría vivo, en lo más profundo de su corazón, el anhelo por sus hermanos, el Pueblo elegido, el Israel de Dios. Gritaría hoy, como hace casi 2000 años, su amor hacia los judíos. “Hermanos, el anhelo de mi corazón y mi oración a Dios en favor de ellos es que se salven. Testifico en su favor que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento. (...) Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente. (...) Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,1-9).

En quinto lugar, trabajaría a fondo para proteger a tantos cristianos que viven bajo la amenaza del engaño, de la idolatría, de las ideas vanas, del paganismo. O que se fijan en la “justicia humana” y olvidan la justicia divina, o que se cierran al amor para vivir en la amargura de la inmisericordia.

San Pablo lloraría al ver ciudades en las que predicó el Evangelio y que hoy han dado la espalda a Cristo. Y sufriría al descubrir tantos lugares en los que, a lo largo de los siglos, cayó la buena semilla y luego pasó, con su furia destructiva, la mano del maligno para arrebatarla.

Repetiría hoy las palabras que dirigió, con un nudo en la garganta, a los presbíteros de la iglesia de Éfeso a los que había llamado a Mileto para despedirse de ellos: “Tened cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo. Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán al rebaño; y también que de entre vosotros mismos se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí. Por tanto, vigilad y acordaos que durante tres años no he cesado de amonestaros día y noche con lágrimas a cada uno de vosotros” (Hch 20,28-31).

En resumen: san Pablo no se contentaría con un diálogo interreligioso sin verdades, sin compromisos, lleno de azúcar y vacío de contenidos. Desearía, con todo el ardor de su corazón apasionado, transmitir, gritar, a todos los hombres, de todas las razas, de las religiones más diferentes, que Cristo murió en una cruz para salvarnos. Y que resucitó, que ha vencido, que su sacrificio tiene un valor infinito.

Repetiría a voz en grito lo que escribió a los corintios: “¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron. Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo” (1Co 15,20-22).

Cristo es la Vida, la Verdad, el Camino. San Pablo lo entendió, lo meditó, lo predicó. Los que creemos, como él, en Cristo, también debemos sentir una necesidad profunda de enseñar a todos esa gran verdad, de ayudarles a descubrir que en Jesús, y sólo en Jesús, está la salvación.

Cristo es “la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud, y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1,18-20).

Cristo es el centro del Universo, y esa verdad debe ser escuchada por todos: musulmanes y budistas, confucianos y animistas, hinduistas y ateos. También ha de ser el centro de nuestros corazones, para que podemos entrar en el camino de la vida, de la santidad y del amor.

Ese es, en definitiva, el anhelo de Pablo: llevar el Evangelio a todos, para que todos lleguen a ser reconciliados con el Padre. “Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora, por medio de la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él; con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe, firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo y del que yo, Pablo, he llegado a ser ministro” (Col 1,21-23).